En esta calurosa tarde de
verano me he regocijado imaginando que en el salón de mi casa había
un gran giroscópio de Foucault, en el cual podía introducirme en el
interior sus aros giratorios. Sé que el giroscópio pretende
confirmar la primera ley del ya clásico físico al que le cayó una
manzana sobre la cabeza: “un cuerpo tiende a continuar en su estado
de reposo o movimiento uniforme si no está sometido a fuerzas
externas”, aunque personalmente no me creo la condición de reposo
o movimiento de un cuerpo sin una fuerza externa en un universo donde
la energía está interrelacionada. Pero en este caso, mi giroscópio
particular podía hacerme viajar a través del tiempo -como la
máquina del tiempo de HG Wells-, llevándome a nuevas y diferentes
dimensiones, mediante la distorsión del espacio-tiempo conocido a
través de la velocidad de sus aros giratorios, y todo ello sin salir
de mi salón.
La velocidad de mi
resistente giroscópio cogía progresivamente una aceleración que
llegó a alcanzar la velocidad superlumínica, por encima de los
300.000 kilómetros por segundo (velocidad de la luz), gracias al
haber subsanado -no me preguntéis cómo- la necesidad de obtener una
energía infinita para lograr acelerar los aros giratorios, conmigo
en su interior, para burla de la ecuación de relación
energía-momento de la teoría de la relatividad espacial del físico
con pelos de loco que creía que Dios no jugaba a los dados. Y todo
ello sin morir en cuestión de segundos en la aceleración, ya que el
giroscópio me protegía de la radiación generada por la inmensa
cantidad de energía producida por la super aceleración de las
partículas, cuya radiación ionizante generada no solo me hubiera
frito literalmente sino que incluso me hubiese roto los enlaces
químicos de mi adn dañándolo irreversiblemente. Un verdadero
desperdicio, créanme. :-)
La velocidad
superlumínica convirtió al giroscópio en el que me hallaba en una
gran burbuja blanquecina que curvó el espacio-tiempo (burbuja de
curvatura), pero al doblar el tiempo en el propio círculo del
giroscópio en el que me encontraba en vez de doblarlo sobre una
línea recta, no me propulsó de un punto del universo a otro más
lejano -a imagen y semejanza de los viajes interestelares del
Enterprise en Star Trek-, sino que generó una burbuja de la
geometría espacio-tiempo que me transportó hacia atrás y hacia
adelante a través de diversos espacios y tiempos diferentes mientras
los aros giratorios recorrían su camino circular. Tal y como el
joven profesor de matemáticas y física de la Universidad de
British Columbia, Ben Tippet, había premonizado hace un año atrás
en su modelo matemático Tardis (Traversable Acausal retrograde
Domain in Space-time) en una nueva teoría de la máquina del tiempo.
La aceleración del
giroscópio no generó una propulsión de curvatura interestelar,
sino que causó un movimiento hiperespacial haciéndome entrar en
nuevos universos de más de cuatro dimensiones. El tiempo, alineado
con las múltiples dimensiones espaciales de los diversos universos,
amplió para mi su significado extendiéndose en todas direcciones
imaginables excepto en la lineal. Fué entonces que percibí que mi
comunicación interneuronal se había acelerado aumentando
considerablemente su techo de velocidad de más de 100 metros por
segundo en condiciones normales, provocando que mi red neuronal
construyera ingentes estructuras geométricas en mi cabeza que hacían
sonrojar a las once dimensiones cerebrales registradas -mediante
topología algebraica- por el equipo de científicos del Blue Brain
Project de Suiza el año pasado. El universo multidimensional no solo
era una realidad externa observable, sino una evidencia casi
insondable percibida en mi propio cerebro. La vastitud del nuevo
concepto de tiempo lo abarcaba todo, y con él el acceso a un
conocimiento ilimitado donde pasado, presente y futuro se diluían en
una nueva naturaleza tan indefinible como innombrable. Un estado de
excitación embriagaba todo mi ser, fuera lo que fuera mi ser en ese
nuevo estado y condición de cuerpo cognoscente.
El giroscópio fue
desacelerando progresivamente, y con él mi actividad cerebral fue
decayendo como un castillo de arena multidimensional que se
materializa fuera de la arena para luego desintegrarse. El
espacio-tiempo dejó de estar curvado y el regreso a la linialidad
del universo tridimensional se me antojó casi vacuo y carcelero. La
vuelta a la realidad desvaneció la imagen que tenía del magnífico
giroscópio en el salón, y con él también se esfumó -quizás para
descansar- mi imaginación. Aunque quién sabe si la imaginación no
es más que un portal interdimensional, y tras ella siempre queda un
poso de conocimiento adquirido en el viaje, atrapado en una mente
limitada que no sabe explicar lo inabarcable.
En memoria de un alter ego veinteañero
autor de “La Velocidad, Señora del Espacio-Tiempo”.
autor de “La Velocidad, Señora del Espacio-Tiempo”.