Dar un salto de fe es
como lanzarse por un acantilado desconocido con la esperanza que al
sumergirnos en el agua no hayan rocas que nos maten. Tal acto cargado
de imprudencia no lo mueve la razón, sino justamente la fe. Y, ¿qué
es la fe que acciona en una persona la firme voluntad de llevar a
cabo una temeridad que puede llegarle a costar la vida? Como diría
Kant, la fe es la aceptación de ideas que son teóricamente
indemostrables, aunque impuestas necesariamente por la realidad
indudable de la libertad. Es decir, la fe es el anhelo ciego de la
libertad, y un acto de fe no es más que la acción para alcanzar ese
anhelo liberador.
Pero claro, como todos
sabemos, una cosa es la creencia ciega que podamos tener sobre una
realidad imaginada, y otra bien distinta la realidad en si misma. Por
lo que, metafóricamente hablando, muchos son los que han dado un
salto de fe sobre el acantilado, y pocos los que no se han estampado
contra la rocas. Y aún así, el hombre continúa saltando. Y es que
la verdadera fuerza de un salto de fe en la vida no se haya ni en la
firme voluntad por saltar, ni en la inquebrantable creencia de unas
ideas apriorísticamente indemostrables, sino en el impetuoso e
irrefrenable anehlo de alcanzar la libertad.
La libertad, he aquí uno
de los elementos esenciales -tan misteriosos como reales- que
constituyen la naturaleza propia del fenómeno que conocemos como ser
humano. Pero no libertad en el sentido de capacidad de libre
albedrío, sino en el concepto más amplio de autonomía e
independencia individual. En este contexto, los saltos de fe que a
veces las personas realizamos a lo largo de nuestra vida son saltos
en busca de una plena libertad personal, en contraste opuesto con la
realidad percibida como carente de libertad suficiente de la que
partimos. Como podemos entender, la falta de experimentación de
libertad en una vida, ya sea objetiva o subjetivamente, es un
sentimiento íntimo y muchas veces intransferible percibido por parte
de una persona. Por lo que solo cada cual sabe cómo de libre se
siente en el momento concreto de su vida.
Por lo general, los
saltos de fe de un estado existencial a otro diferente se producen
por la impetuosa necesidad de alcanzar la libertad, empujados por una
situación o circunstancia que ahoga existencialmente a la persona,
ya sea mental, emocional, espiritual o materialmente. El problema
reside en que, justamente, estos saltos -de gran fuerza con carga
impulsiva- se basan en el principio de la fe frente a una realidad
imaginada e indemostrable. Es decir, nadie puede asegurar si el salto
es la decisión correcta hasta haberlo realizado.
Por otro lado, por mucho
que nos esforcemos en preveer el desarrollo de la historia que se
desarrollará tras el salto, para validar la oportunidad de dar o no
el paso, resulta imposible ver más allá del precipicio al que nos
vamos a lanzar. En caso contrario, si tuviéramos la capacidad de
preveer al menos el futuro inmediato a corto y medio plazo, ya no se
trataría de un salto de fe, sino de una decisión personal controlada
y, por tanto, gestionable con ciertas garantías desde el momento
incluso anterior al salto.
La gracia del salto de fe
es preciosamente su impredecibilidad real. Y no es ninguna realidad
que tras el salto tengamos el 50 por ciento de posibilidades de
acertar o equivocarnos en la decisión tomada. Pues en el mundo real,
donde los experimentos no se realizan en un espacio seguro y al vacío
exentos de condicionantes, son muchas y múltiples las variables
sociológicas que interactuan, haciendo que nuestro porcentaje de
éxito pueda variar del 1 al 99 por ciento (en valores absolutos).
Por lo que el salto de fe en busca de una mayor libertad individual
es, por definición, un acto de fe.
El que no se haya
encontrado ante la tesitura de dar un salto de fe en algún momento de
su vida, que lance la primera piedra. No obstante, también son
muchos los que ante la íntima necesidad imperiosa y la posible
oportunidad de dar un salto de fe se han visto cohibidos por el miedo
de enfrentarse a un escenario futuro tan desconocido como
impredecible. Tanto la valentía por saltar como el miedo a dar el
paso son actitudes humanas, profundamente humanas, e injuiciables por
personales. Los saltos de fe necesitan de una profunda reflexión
individual, llena de pensamiento crítico sobre temas que atañen a
la propia existencia singular de cada cual, pero no se requiere de
lógica. Pues la lógica no entiende de lanzarse a un vacío
desconocido.
Cuando se trata de dar un salto de fe, al final, siempre nos enfrentamos a la indelegable cuestión shakesperiana: Saltar o no saltar, he
aquí la cuestión.
Nota: Este y otros artículos de reflexión se pueden encontrar recopilados en el glosario de términos del Vademécum del ser humano