Érase una persona a una
televisión pegada, como diría Quevedo si viviera en la actualidad
parodiando al homo televisivo contemporáneo. Pues lo cierto es que
protagonizamos una sociedad (de acólitos) que existe pegada al
televisor, el cual tiene la capacidad de hipnotizarnos hasta el punto
de producir un estado de encefalograma plano. Pero, ¿cuál es la
fuente de su poder de abducción?. La respuesta la encontramos, por
pura observación, en los innumerables contenidos de éxito de relato
violento, de intriga y de sexo. Así, pues, la pregunta pertinente
que debemos hacernos es ¿por qué nos atrae y engancha la violencia,
la intriga y el sexo?.
La respuesta más simple
la podemos resumir en que dichas palancas de experiencia están
íntimamente relacionadas con los instintos más esenciales de
supervivencia del ser humano como especie animal, lo cual conlleva
aparcar a un lado nuestra capacidad más racional.
Una segunda respuesta más
elaborada podríamos relacionarla directamente con las emociones
básicas (nuestra primera descodificación emocional del mundo
externo -y por tanto, experiencia primigenia de sentirnos vivos-
captado por los sentidos físicos), sin que ello sea condición sine
qua non para una posterior elaboración de carácter intelectual.
En este sentido, la violencia activa las emociones del miedo y la
rabia, la intriga la emoción del miedo y la tristeza, y el sexo, por
su parte, activa la emoción básica de la alegría.
Mientras que una tercera
respuesta de mayor complejidad podemos encontrarla en el hecho que la
violencia, la intriga y el sexo exaltan un individualismo cohibido
por las normas sociales por un lado, pero potenciado por la cultura
hedonista de libre consumo, por otro lado. Un individualismo, como
reflejo de un ego personal propio de la naturaleza humana, que se
regocija y expande en la intimidad del mundo del relato de ficción
tan maestralmente desarrollado por el arte cinematográfico y el
mundo virtual de los videojuegos, así como por la manipulación
televisiva de series documentales amarillentas y de reality shows,
e incluso en las técnicas marketinianas de captación de audiencia
por parte de informativos reconvertidos a cronistas de sucesos.
Llegados a este punto, la
segunda gran pregunta que debemos realizarnos es, si ¿el consumo
continuado de experiencias televisivas de violencia, intriga y sexo,
afecta al comportamiento habitual de las personas y, por extensión,
a los valores del conjunto de la sociedad?.
Afirmar que el
comportamiento humano no tiene relación alguno con su entorno
ambiental es igual a afirmar que la Tierra es plana. Los valores
sociales no son más que una representación de las cualidades y las
virtudes que posee y representa a una persona. Por tanto, si
promocionamos iconos mediáticos -ya sean de ficción o no, amparados
por la defensa del bien del consumismo- caracterizados por la
promiscuidad, el uso de la fuerza o la manipulación de la verdad
como instrumentos de éxito social, es evidente que no solo estamos
definiendo valores sociales en dicha dirección, sino que en
consecuencia estamos promoviendo hábitos conductuales parejos a
título individual. Dime qué valores sociales estás alimentando, y
te diré qué generación de individuos estás gestando.
La línea que separa un
valor social de una conducta es muy fina.Y cuando dicha conducta se
convierte en un hábito, por la carga impositiva reiterada del valor
social, el hábito se convierte en un uso y costumbre de dimensiones
colectivas, lo cual afecta de manera directa al concepto de Ética
que tenemos de la realidad más inmediata (redefiniendo toda la
escala de valores de una civilización). Un asunto nada baladí.
El reto que nos ocupa,
por consiguiente, es acotar el campo de actuación de los valores
individuales derivados de la promoción ilimitada de la violencia, la
intriga y el sexo de consumo mediante un valor social de rango
superior como es el Respeto, eje vertebrador de la filosofía
humanista en la que se fundamentan nuestras sociedades europeas del
Derecho y el Bienestar. Un reto que requiere de una implicación
activa por parte de los diversos poderes del sector público en
formación de valores socialmente positivos, con el objetivo de
evitar posibles brotes de disfunción de personalidad en una nueva
generación que coexiste entre los valores sociales de convivencia
real y los fuertes valores de consumo ficticios.
Nota: Este y otros artículos de reflexión se pueden encontrar recopilados en el glosario de términos del Vademécum del ser humano