Es cierto que los avances
en neurociencia son claves para el conocimiento del funcionamiento
cerebral humano. Hasta tal punto es así que la ciencia neurológica,
tecnología mediante, pone luz sobre los problemas biológicos que
rigen los trastornos cerebrales, conocimiento que indudablemente nos
ayuda a determinar el grado de culpabilidad de una persona con dicha
afección. O, dicho en otras palabras, el Juicio Moral está siendo
redefinido por la neurociencia a la par que nos obliga a replantear
el concepto de responsabilidad que afecta, de manera directa, el
ámbito de la culpabilidad y de su consiguiente castigo. De hecho, la
jurisprudencia occidental ya recoge diversos tipos de eximición
penal en función de su concurren causas de cualquier anomalía o
alteración psíquica en la persona, tal como estados de intoxicación
por consumo de bebidas alcohólicas, drogas tóxicas,
estupefacientes, sustancias psicotrópicas u otras de efectos
análogos, o alteraciones en la percepción de nacimiento o por
accidente posterior que alteren gravemente la conciencia de la
realidad, entre otros; ya que se considera que dichas causas que
afectan la naturaleza biológica de la mente humana coartan la
capacidad del libre albedrío individual.
Hasta aquí, nada que
objetar. De hecho, aun recuerdo con placer intelectual mi joven
alumbramiento y despertar en esta materia de la mano de la lectura
del libro “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero”,
del neurólogo británico Oliver Sacks, hace más de tres décadas.
Pero de aquí a afirmar taxativamente por parte de la neurociencia
que el comportamiento humano es en última instancia mecanicista, ya
que según su doctrina científica el funcionamiento automático del
cerebro subyuga la voluntad de la persona hasta el punto de convertir
el libre albedrío en un delirio ilusorio, como recientemente he
visto desarrollado en el documental televisivo titulado “Mi cerebro me obligó”, es una barbaridad intelectual que atenta a toda
evidencia lógica sobre el ser humano como materia de observación.
Es cierto que el libre
albedrío es una doctrina filosófica, pero no es menos cierto que
negar el libre albedrío es negar el hecho que las personas podamos
ser responsables de nuestros propios actos desde un enfoque ético
-lo cual comportaría la plena impunidad jurídica-, así como negar
el hecho que de manera consciente podemos controlar algunas acciones
de nuestro cuerpo mediante el control de la mente desde un enfoque
psicológico -lo cual, asimismo, comportaría la plena incapacidad de
superación personal alguna-.
Por contra, asentarse en
la creencia de un determinismo biológico absoluto, como es la
tendencia doctrinal de la neurociencia contemporánea, es reafirmarse
en el ya superado Demonio de Laplace de principios del siglo XIX que
creía que todo era predecible sobre el conocimiento último y
causística de las cosas. Una idea determinista que no hace más que
resucitar la trasnochada filosofía de Schopenhauer, quien afirmaba
que “todos creemos a priori que somos perfectamente libres,
aun en nuestras acciones individuales, y pensamos que a cada instante
podemos comenzar otro capítulo de nuestra vida... Pero a
posteriori, por la experiencia, nos damos cuenta -para nuestro
asombro- que no somos libres, sino sujetos a la necesidad; nuestra
conducta no cambia a pesar de todas las resoluciones y reflexiones
que podamos llegar a tener. Desde el principio de nuestras vidas al
final de ellas, debemos soportar el mismo carácter...”. Una máxima
que, a día de hoy, va en contra del principio de crecimiento y
desarrollo personal, así como de los modernos preceptos rectores de
la Inteligencia Emocional.
El libre albedrío es la
capacidad que tenemos las personas de elegir y tomar nuestras propias
decisiones por encima de determinismos biológicos y culturales como
resultado de un proceso cognitivo personal. La pregunta del millón,
por tanto, no es otra que formularse un interrogante doble: ¿Soy Yo
el resultado directo derivado de un proceso cognitivo personal?, o
¿Soy Yo una entidad independiente que trasciende mi propio proceso
cognitivo personal? (con independencia, en ambos casos, si el proceso
cognitivo es meramente mecanicista o no).
Dependiendo del postulado
que elijamos desarrollaremos una doctrina filosófica u otra
antagónica respecto a la idea del libre albedrío. De hecho, al
final, todas las ramas filosóficas de la humanidad se reducen a dos
grandes escuelas de pensamiento: los monistas (aquellos que creen que
solo existe la materia), y los dualistas (aquellos que asientan su
creencia en la coexistencia de materia y espíritu). Personalmente
considero las escuelas monistas como paradojas filosóficas propias
del cubo imposible, el triángulo de Reutersvärd, la escalera de Penrose, o el Blivet, pues si solo existe la materia, ¿cómo se
autocreó?; y en caso que fuera por creación espontánea, ¿cómo es
capaz de crear el denominado aliento de vida que otorga un espíritu
individual y singular para cada ser?.
En estos tiempos a las
puertas del cuarto de siglo XXI en que la hegemonía de la conciencia
científica nubla peligrosamente el pensamiento crítico, la
intuición lógica de profundo carácter metafísico me decanta a
pensar sobre la existencia de un Yo que trasciende la forma o
materia, sin entrar al detalle sobre la naturaleza de éste, pues he
decidido creer que soy mucho más que el resultado de una compleja
maquinaria biológica predeterminada y, por extensión, predecible.
Por lo que a la luz del axioma de corte dualista la pregunta no es si
existe el libre albedrío o no, sino si cada uno de nosotros, desde
el libre ejercicio de nuestra consciencia, actuamos desde el libre
albedrío o no. He aquí el quid de la cuestión.
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