Los seres humanos siempre
buscamos el camino más corto y fácil para conseguir cualquier
objetivo en la vida, impulso básico de la razón de los hitos
conseguidos en nuestra evolución como especie. Solo tenemos que
mirar a nuestro alrededor y observar todos aquellos objetos,
instrumentos y medios de nuestra vida cotidiana que nos permiten
vivir cada vez con mayor confort bajo la premisa del mínimo esfuerzo
y máximo rendimiento. Una filosofía de vida a la que no escapa la
gestión emocional, la cual aún se nos presenta como ardua -por lo
que persiste en su resistencia a una normalización a nivel social-,
a causa del requerimiento de una actitud activa de trabajo y
compromiso con uno mismo que se traduce en un esfuerzo personal
sostenido en el tiempo. Y es que, a estas alturas de la película,
los seres humanos vivimos ya asentados en la cultura express, es
decir, buscamos obtener todo aquello que queremos de manera ipso
facto y, a poder ser, en tiempo
real.
Sí,
el ser humano siempre ha buscado atajos a lo largo de la historia
para economizar su nivel de esfuerzo en pos de alcanzar el máximo
rendimiento. Pero en una sociedad contemporánea fundamentada en la
competitividad como motor evolutivo, a la premisa del mínimo
esfuerzo y máximo rendimiento se le suma un nuevo componente imprescindible para el progreso del cambio: la productividad,
entendida desde la efectividad socio-económica. Y si existe algún
factor humano que condiciona el grado de productividad eficiente es
justamente la propia naturaleza emocional del ser humano, puesto que
las soft skills que
definen las habilidades específicas de una persona para desarrollar
una actividad concreta se basan (sorpresa!) en la gestión emocional.
No en vano las personas con éxito a nivel profesional cuentan con un
95 por ciento de Inteligencia Emocional, y el mercado laboral de la
actual cuarta era de la revolución industrial se encamina hacia la
selección de recursos humanos bajo criterios de habilidades
específicas por encima de parámetros curriculares.
Es
por ello que no resulta muy difícil imaginar en un futuro no muy
lejano la búsqueda de la maximización de la productividad humana
desde el control genético de nuestra gestión emocional, por el bien
social colectivo de la especie. Al igual que en la actualidad ya
hemos construido robots que crean organoides (mini órganos humanos)
para uso científico-médico en laboratorio, que estamos comenzando a
manipular los microbiomas como las bacterias de nuestra flora
intestinal que controlan una parte importante de nuestra salud
mental (psicobiótica), que somos capaces de crear productos cárnicos
alimenticios exentos de sacrificio animal y de base biotecnológica,
que ya construimos exoesqueletos conectados al cerebro que permiten
andar a un paralítico, que ya hemos creado nanorobots que luchan
contra el cáncer desde el interior de nuestro organismo, o que ya
hemos concebido la robótica con inteligencia artificial con
capacidad de autoaprendizaje, entre otros avances sorprendentes, es plausible pensar que solo estamos a un paso para el control efectivo
de la gestión emocional de una persona mediante la manipulación de
su biología. Atrás quedarán, por tanto y relegados al ostracismo,
la mejora de la gestión emocional en base a metodologías formativas
de crecimiento personal o desarrollo competencial. ¿Necesitamos
mejorar una habilidad interpersonal o intrapersonal concreta, como
pueda ser la actitud o el liderazgo, respectivamente? ¿Requerimos de
integrar un vector de la fórmula de la Inteligencia Emocional, como
puede ser la empatía o el pensamiento positivo? Pues nada tan fácil
como pasar por la consulta del ingenieromédico de cabecera o, por
defecto, de la asistencia genéticasanitaria de la mutua de la
empresa, y saldremos con una nueva y actualizada versión de soft
skills de nosotros mismos.
Un
escenario de futuro nada descabellado tanto por las exigencias de una
sociedad hedonista que prima el éxito individual, como por las
presiones de un mercado económico-laboral en continuo cambio y
transformación altamente competitivo, como por los avances de un
desarrollo cientifico-tecnológico que supera la ciencia ficción,
así como por la propia naturaleza del ser humano que sobrepone
siempre la comodidad personal a la ética individual y colectiva.
Lo
cierto es que reflexionar sobre control de la gestión emocional
mediante manipulación genética es un tema propio de la Ética. Pero
no es menos cierto que la Ética tiene perdida la batalla, antes
incluso de que el supuesto se haga realidad, con el todo poderoso
Mercado. Pues éste ya se encargará, a su debido tiempo, de
modificar por imposición de facto
el conjunto de costumbres y normas que dirigen o valoran el
comportamiento humano en una comunidad respecto a la manipulación
genética de nuestro mundo emocional. ¿O a caso el desarrollo propio
del Mercado no está modificando continuamente la forma de vivir de
las personas y nuestra relación filosófica con la vida misma a
través de su propia lógica económico-productiva? (Solo hay que
observar los cambios que como sociedad y especie hemos realizado, en
nuestras vidas cotidianas, desde la primera a la actual cuarta
revolución industrial en la que nos encontramos). En otras palabras,
el Mercado creará su propia Ética al respecto, la cual se impondrá
de manera natural al conjunto de los habitantes del planeta en el
momento incluso anterior al de su propia concepción, pues la gestión
emocional vía manipulación genética formará parte de la cultura
instaurada de la nueva (e inminente) humanidad, creando por tanto un
nuevo tipo de ser humano, y por extensión, de sociedades humanas. Una
certeza que solo pido no vivir para llegar a verlo.
Mientras
tanto, hasta que llegue el día que espero nunca alcanzar, inspiro y
expiro el denso humo de mi pipa a golpe de cincel filosófico sobre
mi imperfecto ser emocional a la luz de una Ética pretecnológica.
Nota: Este y otros artículos de reflexión se pueden encontrar recopilados en el glosario de términos del Vademécum del ser humano