Cuando hablo de talento a
mis alumnos de Administración y Dirección de Empresas (ADE) siempre
les inculco que existen tantos talentos como personas, pero que no
hay talento desarrollable si su habilidad competencial no está
alineada con la actividad productiva adecuada. Y es aquí cuando les
recuerdo la famosa sentencia categórica de Einstein: “Si se juzga
a un pez por su capacidad de escalar un árbol, el pez creerá toda
su vida que es un inútil”. Es por ello que siempre les insto a que
descubran su propio talento, con independencia de las habilidades y
competencias que deban aprender para completarse, pues al descubrir su
talento redescubren asimismo su hábitat natural de desarrollo
personal y profesional, así como su fuente de energía para la
motivación individual imprescindible para una buena actitud activa
frente a los retos de la vida.
No obstante, soy
consciente que mal lo tienen los peces en una sociedad que solo
busca, premia e integra a talentos que sepan escalar árboles. Pero,
¿quién soy yo para reprogamar un talento en función de la utilidad
productiva social? (E aquí el debate abierto entre autorrealización
personal y cobertura de las necesidades básicas). Por un lado, esta
sociedad que solo prioriza un tipo concreto de talento, conforme a
los dictámenes del Mercado (siempre en continuo cambio y
transformación), es incongruente con el fomento de la innovación
como factor clave para la competitividad, puesto que la piedra
angular de la innovación no es otra que la gestión de la diversidad
de talentos (lo que hace posible la riqueza de la Inteligencia
Colectiva). Mientras que, por otro lado, me niego a aceptar que
caminamos hacia una sociedad donde el ser humano esté predeterminado
(hoy por la formación, mañana por la genética prenatal) para la
realización de una actividad concreta predefinida en la sociedad, a imagen y
semejanza de los ciudadanos de Krypton (el planeta de origen ficticio
de Superman) o los ciudadanos de las facciones de la famosa trilogía
cinematográfica de ciencia ficción Divergente. Un deprimente
horizonte para nuestra especie, que no solo es un ataque mortal a la
esencia del humanismo, sino que nos devolvería a la era medieval
(pero con tecnología) de la organización social propia de las
castas gremiales del feudalismo.
Mientras tanto, a día de
hoy, continuamos contando con extraordinarios talentos diversos que,
como el pez, no son aptos para escalar árboles en una sociedad donde
se premia dicha competencia profesional. La consecuencia resulta
obvia (y de rabiosa actualidad): el pez no encuentra trabajo en un
mercado laboral de entrada selectiva por su alto grado de demanda
priorizadamente especializada, y la perdurabilidad en el tiempo de
esta situación -agravado por un Mercado que penaliza la edad- puede
llegar a condenar al pez a un estadio de marginación social.
-Lo que tienes que
hacer, visto que no vas a conseguir trabajo, es conseguir una
prestación de subsidio del Estado para que puedas vivir de las
ridículas ayudas públicas hasta que te mueras, -le dicen al pez
algunos pragmáticos iluminados que son premiados socialmente por su
capacidad de escalar árboles. Y se quedan tan anchos. No hay mayor
irresponsabilidad individual y social que empujar a una persona hacia
la resignación de vivir una vida que, por ser de mínimos de
subsistencia en la mayoría de los casos (por las limitaciones del
propio Estado de Bienestar Social), resulta indigna humanamente. Por
no decir que se trata de una situación carente de Ética Social. Con
independencia del desperdicio de talento que se genera con dicha
actitud. Y sin tener en cuenta, además, del ataque directo que se
provoca para la autoestima de la persona, línea de flotación de
toda esperanza humana.
En una sociedad altamente
judicializada como la actual, el ordenamiento jurídico debería
contemplar una nueva tipificación delictiva: el de dejar de soñar.
Pues solo soñando podemos transgredir la realidad conocida que nos
permite construir una nueva, mejor y actualizada versión de la
misma. Pero no somos capaces de soñar sin motivación, ni existe
motivación (que conlleva creatividad y pensamiento positivo) sin la
fuerza interior que nos arrastra a realizarnos como personas mediante
el desarrollo de los talentos propios. Ya no solo no debemos de
juzgar al pez por su falta de capacidad por escalar árboles, sino
que debemos de ser conscientes de su talento diferencial como valor
añadido necesario para el desarrollo del conjunto de la sociedad. En
nuestras manos está el decidir si apostamos por el crecimiento de
una sociedad basada en la gestión de las inteligencias múltiples -y
de la salubridad emocional de las personas-, o si apostamos por una
sociedad monointeligente (cuya decisión tiene de todo menos de
inteligente). Alea iacta est.