Si algo tienen en común
todas las religiones y escuelas espirituales del mundo, a lo largo de
la historia de la humanidad, es que dicen del alma que es incorpórea
y que pervive a la condición mortal del ser humano. En lo que
difieren ya son en nimiedades más o menos prescindibles de si el
alma posee la capacidad de reencarnación o si si existe con
anterioridad a su propia encarnación. Otra cosa es el espíritu, que
mayormente se concibe como “la chispa vital” que une alma y
cuerpo y que, si bien puede vagar de manera incorpórea por infra e
ultramundos bajo formas de espíritus benefactores, malos espíritus,
o espíritus errantes, parece que no es inmortal a diferencia del
alma. Pero, como podemos observar, todos son suposiciones y teorías
creadas por la especie humana a partir de creencias, percepciones e
incluso experiencias paranormales, y por tanto subjetivas,
individuales e intransferibles imposibles de demostrar
categóricamente como pueda ser la naturaleza del aire o de la misma
antimateria. No obstante, a nivel personal me gusta concebir el alma
a modo aristotélico: como el principio vital o esencia de un cuerpo
orgánico natural; si bien a veces me pregunto si no tenía razón
Nietzsche cuando define el alma como una invención, como un ente
imaginario común de la gente que ayuda a fortalecer la creencia de
la existencia de Dios.
Pero con independencia de
si bebemos de escuelas filosóficas monistas (solo existe cuerpo) o
dualistas (existe cuerpo y alma), lo que es incontestable es la
percepción que experimenta toda persona de una fuerza superior e
inmensa cuando alza su mirada más allá de su insignificante
hormiguero humano frente a la vastedad del Universo (aunque solo sea
frente a una imponente montaña o a un vasto bosque frondoso). ¿Es
esa percepción una resonancia de nuestra conexión real -tal si de
un cordón umbilical vital invisible se tratara-, con la
omnipresencia de la creación? (Tan invisible y real como la
distancia inmensa que separa y conecta un electrón de su núcleo) ¿Es
ese eco personal e íntimo percibido de la fuerza de la Vida que
existe en todo el Universo lo que los humanos denominamos alma?.
Probablemente. Y, ¿es el impulso básico e instintivo de la Vida por
seguir existiendo, ciclo regenerativo infinito de todo lo que existe,
lo que nos genera una necesidad de querernos creer trascendentes
sobre nuestra propia mortalidad como formas orgánicas caducas?.
Seguramente. A partir de aquí, que al alma, o fuerza vital esencial
-tuneando a Aristóteles-, le otorguemos atributos humanos con la
correspondiente patina cultural acorde al contexto histórico que
vivamos, no es nada de extrañar. Como en antaño hicimos con el Mar,
el Cielo, el Bosque, o la Montaña, por poner algunos ejemplos que,
más allá de mitologías antiguas, aun perviven en el pálpito
identitario cutural de muchos pueblos. Personificaciones de ideas,
objetos o cosas que extendemos incluso al mundo animal, solo hay que
observar las cualidades humanas que otorgamos a nuestras propias y
queridas mascotas. Y es que los seres humanos, limitados y
determinados por nuestra capacidad perceptiva, somos etnocentristas
por naturaleza, es decir, interpretamos y valoramos todo lo percibido
bajo el prisma referencial de nuestra propia condición humana: los
Dioses tienen personalidad humana, los elementos de la naturaleza
responden a alteraciones emocionales de tipo humano (enojo, venganza,
benevolencia, etc), y el Alma, como no, trasciende en pureza la
propia naturaleza del ser humano como esencia última y primogénita
de éste, convirtiéndose en el anhelo de un Yo superior de carácter
divino y, por tanto, eterno. Por contra, como intelectualmente
concebimos al espíritu como un estadio intermedio entre alma y
cuerpo, asimismo conceptualizamos la pureza de su naturaleza como
intermedia en una amplia escala de graduación de cualidades humanas,
profundamente humanas.
Que existe un principio
vital y una esencia última en todos los cuerpos orgánicos
naturales, parece cierto, al menos en el concepto de Vida que tenemos
los seres humanos. Que, asimismo, este principio vital y esencia
última está interconectado a nivel global en el Universo que todo
lo unifica (desde lo cuerpos más microcósmicos a los más
macrocósmicos), también parece cierto, con independencia que todo
confluya o no en una singularidad que podemos llamar Dios. Que dicho
principio vital y esencia última a escala individual los seres
humanos la denominemos alma, es una certeza. Pero que el principio
vital y esencia última de las personas, el alma, disponga de una
conciencia propia que trasciende la vida del mundo de las formas
orgánicas, e incluso mantenga los rasgos de personalidad del ser
humano en vida terrenal, eso ya es una incógnita. Si respondemos
afirmativamente, entonces debemos dar carta de naturaleza a la
existencia de otras derivadas como es una conciencia superior (Dios),
adentrándonos en un conjunto de creencias solo relatadas por las
religiones (en su amplia y variada diversidad) donde no existe más
certeza que la incerteza de la fe humana.
Como filósofo no me
siento capacitado para categorizar sobre el alma, pues la filosofía
es la búsqueda de la sabiduría (como la sabiduría buscada)
mediante el uso de la razón, y lo cierto es que no me hallo en
condiciones de alcanzar dicha sabiduría desde mi limitada naturaleza
racional. Por lo que cualquier intento de categorizar sobre el alma
no deja de ser pura especulación de una solidez semejante a la de
escribir una palabra con el dedo en el agua.
Como ser cognitivo
espiritual, tampoco me siento capacitado para categorizar sobre el
alma, pues la espiritualidad que en teoría tiende a investigar y
desarrollar nuestra propia dimensión espiritual mediante prácticas
humanas diversas, está profundamente influenciada por determinismos
biológicos, psíquicos y culturales (teología moral incluida) que
alteran, distorsionan y condicionan la conciencia de la propia
persona, por lo que los resultados no resultan nada objetivos.
Como persona mundana de
a pié, en cambio, me siento a gusto y cómodo con una idea romántica
del alma, aquella que representa un Yo superior eterno con conciencia
propia y singular como parte de una fuente divina común a todas las
cosas existentes. Lo que las personas de cultura cristiana llamamos
Dios y los Jedis de Star Wars llaman La Fuerza, un poder metafísico,
vinculante, omnipresente y creador de la Vida. Una idea autocreída
quizás debido a la combinación, en partes iguales, de dos
características muy humanas: ego y carencia emocional. Dos
antagónicos magistralmente resueltos en el concepto de un alma
suprahumana al amparo de un manto creador divino. Una agradable idea
romántica del alma en la que me he instaurado conscientemente con
autocomplacencia, a la luz del humanismo, rechazando, eso sí,
cualquier posible intento de chantaje sobre el alma en vida mortal
por parte de otro mortal tan humano y limitado como este humilde
filósofo efímero que reflexiona.
Así pues, solo puedo
decir del alma que no sé si existe más allá de la cosmología
humana. Pero, ¡qué bella idea representa!, y ¡qué maravilloso
sedante representa llegada la hora de abandonar conscientemente
nuestra vida mortal!. Si no existiera la idea del alma, habría que
inventarla.
Nota: Este y otros artículos de reflexión se pueden encontrar recopilados en el glosario de términos del Vademécum del ser humano