![]() |
Mujeres con burka en un parque de Barcelona |
El fenómeno de la
inmigración se ha convertido en una realidad social nueva para las
ciudades y pueblos de nuestra joven democracia. Un fenómeno generado
por la necesidad del ser humano de buscar una vida mejor lejos de sus
familias de origen, tan antiguo como la historia de la propia
humanidad, y amparado bajo los principios y valores de los Derechos
Humanos (un código ético de conducta inspirado y promovido desde el
humanismo cristiano).
El problema reside, no ya
tan solo cuando un país no tiene más capacidad de absorción
inmigratoria por cuestiones estrictamente económicas que no son per
se baladí, sino cuando un tipo determinado de inmigración no
se integra en la vida y constumbres del país de acogida. Y cuando
dicha inmigración que no se integra alcanza un volumen poblacional
signficativo que llega a convertirse en un problema social, generando
tensiones de convivencia por el autoderecho adquirido de imponer su
cultura de origen importada (al amparo de los Derechos Humanos sobre
el que se han configurado las constituciones de todos los Estados de
Derecho y Bienestar Social de la milenaria Europa). Para muestra, y
como mayor exponente del esfuerzo social continuo e infructuoso de
integración a lo largo de varias generaciones: nuestra republicana
vecina Francia, donde la maltrecha bandera reza resignada “liberté,
égalité, fraternité”. Un ejemplo que nos evoca, casi por
instinto primario, al refranero español cuando avisa que “cuando
veas las barbas de tu vecino cortar, pon las tuyas a remojar”.
Soy consciente que esta
reflexión puede considerarse políticamente no correcta, pero no por
ello debe dejarse de plantear, pues negar la realidad resulta tan
imprudente -a la vez que ridículo- como la avestruz que, para
esconderse y no afrontar un peligro inminente, amaga la cabeza bajo
tierra. Y es que parece que hayamos perdido el norte por un mal
entendido sentido de los límites de los Derechos Humanos,
seguramente por el complejo patológico ante los mismos por las
muchas aberraciones protagonizadas a lo largo de nuestra historia
reciente como civilización. Sea como fuera, ¿quién dice que no se
puede conjugar Derechos Humanos y obligaciones de las personas
acogidas como inmigrantes? Obligaciones cuya primera y principal
norma no tendría que ser otra que la responsabilidad de integración
social al país de acogida. Y no, no estoy planteando nada nuevo bajo
el sol, pues invito al lector a que intente viajar por trabajo o
convertirse en ciudadano de países tan democráticos y de derecho
como Finlandia, Australia, Japón o Canadá y nos cuente qué
requisitos y obligaciones le imponen.
Derechos humanos, con
independencia de la raza, religión, creencia política o sexo de la
persona, sí, por supuesto. Pero obligación de integración al país
de acogida, también, solo faltaría. Un planteamiento que requiere
de una legislación adecuada y de unos instrumentos de control
administrativos acordes a los retos de los tiempos que corren.
De lo contrario, nos
encontramos ante situaciones tan insólitas, en nuestro propio país,
como el intento de querer prohibir por ley el consumo de carne de
cerdo en los comedores escolares (alegando cuestiones religiosas), la
prohibición de la celebración de las procesiones de Semana Santa
(aludiendo la laicicidad del Estado democrático en un intento de
equiparar la cultura religiosa de importación de la autóctona), o
la prohibición del servicio médico femenino para pacientes
masculinos (alegando cuestiones culturales), por poner algunos
ejemplos clarificadores. Sin contar que la resistencia de integración
de dichos colectivos a nuestra cultura como país de acogida genera
nichos de marginalidad social (en cuyo seno se promueve la
desigualdad entre hombre y mujer), que son sustentandos
humanitariamente por los mecanismos de los servicios sociales
(pagados con nuestros impuestos) en el marco de nuestra naturaleza
jurídica como Estado de Bienestar Social. Un fenómeno nunca visto
en ninguna otra parte del planeta, y mucho menos en sus países de
origen, donde el respeto por la cultura ajena es prácicamente nula.
Resulta curioso, a su vez
que paradójico, que pongamos el énfasis en la protección del
hábitat natural frente a la introducción de nuevas especies animales que
pueden desplazar y menguar a las especies autóctonas, a su vez que
modificar el propo hábitat, y en cambio descuidemos la protección
de nuestro propio hábitat social y cultural como civilización.
Seguramente unas de las razones radica en nuestra despreocupación
por educar en el sentimiento de identidad de civilización propia y
milenaria, dentro de un contexto global.
Un enfoque que no está
reñido, en absoluto, con la cultura de la diversidad como factor
clave de la inteligencia colectiva que enriquece nuestras sociedades
en continuo desarrollo humano. Pero todo proceso de desarrollo
conlleva, asimismo, una adecuada y diligente gestión del riesgo para
conseguir el éxito esperado. Algo que bien saben las empresas
siempre en continua innovación, cuyo afán por evolucionar (para
beneficio del conjunto de la sociedad) no les exime de controlar los
riesgos si no quieren hacer fallida a medio camino. Al igual que
saben, como primera regla de oro en materia de estrategia de
innovación, que todos los miembros de la empresa deben estar
implicados en la consecución de un mismo y definido objetivo
empresarial. Un valor de compromiso que, en contraposición respecto
a la realidad sociológica, destaca por su ausencia en los colectivos
de acogida que no se integran socialmente.
Nuestra democracia es
joven, así como el fenómeno social de la inmigración (aunque vamos
ya por las terceras generaciones), y la lesgilación siempre va por
detrás de las necesidades sociales, por lo que es lógico la falta
de previsión frente a posibles problemas potenciales de integración
de colectivos acogidos con una visión cosmológica del mundo y su
organización antagónica a la nuestra. Pero la realidad, que siempre
supera a la ficción, requiere ahora de una apremiante actualización
legislativa del principio de equilibrio entre defensa de los Derechos
Humanos de los inmigrantes y defensa de nuestros intereses
socioculturales y económicos como país de acogida. Respeto al ser
humano, sí. Respeto a nuestro modo de vida, también. El
reto, como ya decían nuestros ancestros los romanos, se haya en
encontrar la virtud de acción en el punto medio de la problemática
que nos ocupa: In medio
virtus. No hagamos como
las avestruces y afrontemos, sin complejos como sociedad, los retos
del nuevo milenio. Frente a la inmigración que no se integra:
reserva del derecho de admisión.
Nihil
novum sub sole
Nota: Este y otros artículos de reflexión se pueden encontrar recopilados en el glosario de términos del Vademécum del ser humano
Nota: Este y otros artículos de reflexión se pueden encontrar recopilados en el glosario de términos del Vademécum del ser humano