Muchas
veces, demasiadas, me sorprendo de la facilidad que tenemos las
personas por complicarnos la vida, generando situaciones de tensiones
e incluso violencia que rompen la armonía en las relaciones entre
padres e hijos, entre parejas, entre familiares varios, entre amigos,
entre compañeros de trabajo o entre personas aparentemente
desconocidas entre sí, incluyendo las relaciones entre países. Y en
todos lo casos, sin excepción, podemos encontrar un patrón de
conducta común: la falta del buen juicio.
El
buen juicio, contrariamente, hace referencia a aquellos actos que las
personas llevamos a cabo de manera lógica, razonable, sensata y con
cordura, y que caracterizan nuestra toma de decisiones diarias por no
ser impulsivas, apresuradas, disparatadas o alocadas, lo cual
requiere de una buena salud emocional. Es decir, que el mal juicio,
que nos lleva a tomar malas decisiones que siempre acarrean algún
tipo de sufrimiento en diferente grado entre las partes implicadas,
es un efecto directo de la mala salud emocional de las personas
(patologías psiquiátricas, a parte).
Sí,
lo cierto es que vivimos en una sociedad donde la inmensa mayoría de
las personas sufren algún tipo de desequilibrio emocional (solo
tenemos que mirar a nuestro alrededor más inmediato). Pero la parte
positiva es que la buena salud emocional no es un rasgo genético,
sino un hábito de conducta que se adquiere mediante el aprendizaje
de la gestión de las emociones, que sin duda debe ir acompañado en
la formación y refuerzo de unos valores sociales positivos (Una
potestad hoy en día cedida a la televisión, aunque este es tema de
otra reflexión).
¡Cuántos
dolores de cabeza y sufrimientos innecesarios nos evitaríamos si
aprendiéramos a gestionar nuestras emociones! Seguro que el mundo
sería un lugar mucho más armonioso. Para ello, en una sociedad
compleja y en continuo cambio y transformación como la actual,
resulta imperante la necesidad de incluir la materia de la gestión
emocional en nuestro sistema educativo desde las primeras edades de
escolarización, pues resulta tan trascendente para la calidad de
vida de cualquier persona como la habilidad de saber leer y escribir.
Gestionar
adecuadamente las emociones no es más que gestionar nuestro mundo
emocional con inteligencia, pues de ello depende cómo nos
comportamos con nosotros mismos y frente a la realidad más inmediata
que nos relacionamos (los otros), cuyo efecto directo determina
nuestra vida (relación de causa-efecto). Un asunto que, a todas
luces, no es baladí. Y que el conocimiento de la Inteligencia
Emocional y el Desarrollo Competencial ya desarrollan formalmente -en
nuestra cultura de tradición cartesiana- desde la segunda mitad del
siglo pasado, por lo que no se trata ni de diseñar una materia desde
cero (para descanso del colectivo docente), ni de adaptar
conocimientos milenarios orientales de control de la mente (para
tranquilidad de los antiespiritualistas), aunque en este punto ya
existen cátedras de mindfulness que beben de la filosofía budista.
La
Inteligencia Emocional, en definitiva, no es más (ni menos) que la
capacidad que tiene una persona de manejar, entender, seleccionar y
controlar sus emociones (he aquí el verdadero libre albedrío) y la
de los demás con eficiencia, generando así resultados positivos
para su propia vida y la de su entorno. Una habilidad que se puede
aprender e integrar como una capacidad más en nuestra vida diaria,
facilitando que la persona viva en un estado de buena salud
emocional, lo que le asegura la toma de decisiones en la cotidianidad
de su vida a la luz del buen juicio. Algo que todos, sin excepción,
agradeceremos.
Frente
a los estallidos irracionales de sentimientos desbocados -todos ellos
derivados de las emociones primaras de la tristeza, la rabia y el
miedo-, solo cabe la reeducación emocional. Si ante la mala salud
física ponemos remedios para sanarnos, ¿cómo no vamos a hacer lo
mismo ante la mala salud emocional? Y más cuando nuestros
sentimientos y emociones determinan el 99´9% de las decisiones que
tomamos en nuestro día a día.
En
un mundo donde se exalta el culto a la mente (inteligencia) y al
cuerpo (salud física), es hora que socialicemos el culto a las
emociones (salud emocional). Pues si bien es cierto el refrán romano
que reza mens sana in corpore sano, no hay mente sana sin
emociones sanas.
Mientras tanto, frente a contextos emocionalmente insalubres, no hay mejor receta que la higiene ambiental, es decir: cuánto más lejos, mejor.
Mientras tanto, frente a contextos emocionalmente insalubres, no hay mejor receta que la higiene ambiental, es decir: cuánto más lejos, mejor.
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Nota
1: Para aquellos que quieran profundizar en el Desarrollo
Competencial, recomiendo acceder a la web de “Las Fórmulas de la Vida”.
El
Desarrollo Competencial trabaja aquellas características subyacentes
que están relacionadas con una actuación de éxito en el trabajo (y
la vida en general), lo que abarca aspectos de gestión claves como
es: la gestión del Talento, la Inteligencia Emocional, el
Engagement, la Motivación, la Creatividad, la gestión del Fracaso,
el Pensamiento Computacional, la Felicidad, el Pensamiento Positivo,
la Autoestima, etc. Materias todas ellas que conceptualizo como
unidades de conocimiento individual, como si se tratasen de piezas de
lego, lo que permite configurar a medida cualquier estructura
didáctica en materia de Desarrollo Competencial.
Nota
2:
Este y otros artículos de reflexión se pueden encontrar recopilados
en el glosario de términos del Vademécum del ser humano