Ayer por la noche, tras coger el
último tren del día, llegué a mi ciudad natal. Una capital de provincia de
segunda, como otras tanto hay en España, en su tiempo -no tan lejano- ciudad de
militares, clérigos y funcionarios. La noche era limpia, y en el cielo se podía
ver entre los edificios una preciosa luna llena en su máximo esplendor. Cansado,
arrastraba la maleta de viaje por las milenarias calles de mi ciudad con paso
decidido a la búsqueda del último autobús de servicio del día que me llevase a
casa. Cuál fue mi sorpresa que en mi caminar, a esas horas de la noche, me
encontré con grupos de personas vestidos con hábitos de cofrades de Semana
Santa que regresaban de alguna procesión. Unos haciéndose selfies solos o en
grupos, otros haciéndose notar para que los transeúntes nos fijásemos en
quiénes eran, y unos terceros eternizando conversaciones a la entrada del
portal de sus casas como quien se resiste a volver al anonimato que precede al
desvestirse de unos harapos pomposos. Lo cierto es que, a ojos extraños, el
ambiente era más propio de una noche carnavalesca que de un tiempo de
recogimiento espiritual. Sin duda, me decía para mis adentros, el día tenía que
haber sido de un gran evento social.
En mi transitar nocturno por la
ciudad que se resistía a descansar, no podía más que preguntarme en qué diría
Jesús de Nazaret al ver por un lado las procesiones de Semana Santa,
inmortalizadas en selfies que serán colgados como trofeos en los perfiles personales
de facebook, y por otro lado observar la inhumana represión contra los más
necesitados que consentimos (y coparticipamos) tanto dentro, como en el umbral,
y fuera de nuestra propia casa. Creo que todos sabemos la respuesta, y aun así
nos hacemos llamar cristianos... Y si esta reflexión puede herir
sensibilidades, o parecer radical, recomiendo volver a leer los evangelios.
Pues si algo es radical en este mundo es, justamente, el mensaje de amor y
fraternidad del maestro Jesús.
Menos postureo, menos mirarnos al
espejo a ver qué tal nos queda el hábito postizo que nos enfundamos –como quién
se disfraza a consciencia para representar un personaje ficticio en una obra de
teatro popular-, y más autenticidad humana. O eso, u optemos por convertir la
Semana Santa en una festividad social más, sin ningún tipo de trascendencia ni
personal ni colectiva, y todos tan tranquilos. Lo contrario, a la luz de la
filosofía de vida de Jesús de Nazaret, no tiene sentido, a no ser que estemos
hablando de otro credo. Este mundo ya es suficientemente falso, como para
falsear un ideal tan bello como es el Amor entre las personas: «“Amarás a tu
prójimo como a ti mismo”. No existe otro mandamiento mayor que éstos» (Mc 12,
29-31).
Sobre la base que nadie obliga a
nada en una sociedad laica y democrática, al menos seamos coherentes con
nuestras múltiples deficiencias e imperfecciones como seres humanos. Si somos
unos falsos, al menos no nos convirtamos en cínicos ante el sufrimiento propio
y ajeno en nuestro comportamiento –sin hábito de temporada por medio- durante el
resto del año.
Personalmente, como persona sencilla
y humilde de grandes defectos y contradicciones humanas, me quedo con la
espiritualidad de Jesús antes que con la religión sin Jesús.
+ Fr. Jesús, hermano
laico benedictino
Un humanista
convencido
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