Que las personas nos movemos por
contrastes, no es nada nuevo. Contrastes que como dos polos de un mismo imán se
empujan entre sí, oponiéndose el uno al otro, lo que genera la energía cinética
necesaria para avanzar en nuestras vidas, tal como si de un motor electromagnético
tesliano se tratase. Otra cosa diferente es hacia dónde nos encaminamos en
nuestro movimiento personal y colectivo, pero ese es trigo de otro costal.
Que la vida es movimiento, es por
todos sabido, pues la vida se mueve como espíritu regenerador incluso allí
donde hay muerte, solo hay que observar el proceso de descomposición de un cadáver
o el de transformación del agua estancada. Por lo que el movimiento de la vida
es un misterio per se sólo al alcance de los dioses.
Pero misterios del universo
aparte frente al limitado entendimiento del ser humano, si alguna de las fuerzas
motrices podemos intuir como causa en el movimiento de la vida de las personas
es, justamente, el continuo anhelo por alcanzar la belleza en la cotidianidad
de nuestra existencia. Un concepto, el de la belleza, que por ser profundamente
cultural, se nos presenta como un valor abstracto y no universal de carácter
personal e íntimo. Un concepto, el de la belleza, que tan solo somos capaces de
experimentar sensorialmente (a través de la percepción de los sentidos y del
intelecto), y que lo reconocemos porque nos produce una sensación de placer o
un sentimiento de satisfacción.
Una experiencia sensorial, el de la
belleza –tratado de la estética kantiana aparte-, que los seres humanos la hemos
explotado hasta el punto de haberla convertido en el valor mercantil primordial
del consumismo (uno de los grandes causantes de los males del planeta), motor y
razón de existencia de la economía capitalista. Pues tras el acto de comprar productos
y servicios en las sociedades de libre mercado como las nuestras, con
independencia que dichas compras nos cubran necesidades reales (y para ejemplo
un botón: las compras en fechas señaladas como las actuales de festividad
navideña), se encuentra la necesidad imperiosa de hacer de nuestras vidas una
experiencia un poco más bella, y por tanto más placentera y satisfactoria.
Una actitud de búsqueda de la
belleza mediante el hábito del consumo que, junto a la cultura hedonista de
obtener un placer sensorial inmediato, nos aboca a ser consumidores compulsivos
(y por tanto, llenos de ansiedad por consumir). Lo cual le va muy bien a las
economías capitalistas (maestras en producir bajo criterios de obsolescencia
programada), pero que no por ello sacia nuestra búsqueda y disfrute personal de
un sentimiento de belleza perdurable en nuestras vidas.
Ello nos conduce a la reflexión
última de este pequeño artículo: de igual manera que hay niveles de belleza,
también existe la belleza relativa y la absoluta, derivado de si el sentimiento
de satisfacción y sentimiento de placer que nos produce con nosotros mismos y
frente al mundo es fugaz, y por tanto caduco, o perdurable a lo largo de
nuestra vida. En este sentido, está claro que el concepto de belleza, por ser
cultural, es muy voluble en sociedades como la nuestra donde las modas y las
prioridades estéticas se suceden a ritmos vertiginosos (derivado de la necesidad
de eternizar –o mejor dicho esclavizar-, la figura del consumidor). Por lo que
parece obvio que para disfrutar de un sentimiento de belleza sostenible en el
día a día de nuestras vidas, no hay mejor fórmula que trascenderse a la moda de
turno, y por extensión a la cultura imperantemente consumista. Ya que, en
definitiva, la búsqueda de la belleza en nuestra vida, que no es otra cosa que
la búsqueda de sentirnos satisfechos con nosotros mismos, no es más que un
camino de crecimiento personal. Pues la belleza, como tantos otros valores en
mayúsculas como pueda ser la felicidad, no deja de ser uno de los muchos poderosos
caminos que nos conducen hacia la sanación y la sabiduría personal. Es por ello
que la belleza, que mueve nuestra vida, puede encadenarnos o liberarnos. De
nosotros depende qué tipo de belleza elijamos perseguir.
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