Hoy es Navidad, y más allá de
celebrar el nacimiento de Jesús, el mesías cristiano, se celebra la victoria
del bien sobre el mal. Y así ha sido a lo largo de la humanidad, pues antes de
Jesús nació el 25 de diciembre Horus, el dios egipcio (3.000 a.C.), seguido de Zarathrustra, el dios persa (1.000 a.C.); Krishna, el dios indio (900 a.C.);
Heracles, el dios egipcio (800 a.C.); Mithra, el dios persa (600 a.C.); Buda,
el dio budista nacido en Nepal (563 a.C.); Dionisio, el dios “Salvador” griego (500
a.C.); Tammuz, el dios babilónico (400 a.C.); Adonis, el dios fenicio (200
a.C.); y Hermes, el dios mensajero griego (200 a.C.). Prácticamente todos ellos
con un denominador común: nacieron un 25 de diciembre en un pesebre anunciados
por una estrella, fueron visitados por hombres sabios (Reyes Magos) con
costosos regalos, transformaron agua en vino o multiplicaron los panes, sanaron
enfermos y caminaron sobre las aguas, realizaron procesiones triunfales en
burro, resucitaron entre los muertos y ascendieron a los cielos. Diferentes
culturas, con una misma raíz mitológica, y un mismo mensaje de esperanza,
salvación y redención para el ser humano basado en una actitud de hacer el bien
con uno mismo y ante los demás.
Sí señores, así es, la lucha entre
el bien y el mal es una constante eterna en nuestra condición humana. Y
celebrar la victoria del bien sobre el mal, en fechas tan señaladas para el
mundo occidental como es el día de Navidad, no es más que una clara
intencionalidad de intentar trascendernos sobre nuestra propia condición de
seres con una clara naturaleza mitad oscura, por no decir malvada. ¿Quién acaso
no ha hecho daño a otras personas, de manera consciente o inconsciente, por
activa o pasiva, a lo largo de su corta o larga vida? Quién esté libre de mal,
que tiré la primera piedra.
El bien y el mal coexisten de
manera tan indisociable en la condición humana como hablar del día y la noche,
las cuales no pueden existir la una sin la otra. Por lo que nunca podrá ganar
la una sobre la otra, seamos realistas. Tanto el bien como el mal, en la
historia de la humanidad, pueden ganar batallas, pero nunca la guerra, pues ambas
forman parte de una misma naturaleza alternante, impermanente y en continuo
cambio y transformación: el ser humano. Tanto es así que igual que al centauro
no se le puede exigir que sea totalmente hombre o totalmente animal, las
personas no pueden ser totalmente buenas o malas. Por injusto que nos pueda
parecer el mundo fruto de las acciones –muchas de ellas aberrantes- que firma de
puño, letra y sangre el propio ser humano.
Llegados a este punto, ¿podemos decir
en días tan señalados de exaltación del amor y del bien supremo como es la
Navidad, y a las noticias de injusticia humana de rabiosa actualidad en el
mundo entero me remito, que el hombre y la mujer son seres imperfectos al
albergar la semilla del mal dentro de sí mismos? Ante los ojos de los arquetipos
divinos que adoramos en estas fechas, sea cual sea nuestro credo y lugar de
nacimiento, seguramente, sino no nos harían falta sus enseñanzas. Pero, en un
universo polarizado como el que nos ha tocado vivir, ¿qué es la perfección? ¿La ausencia del
mal, y con ella el dolor, la tristeza y el sentimiento (siempre cultural) de
injusticia? Podría ser, pero entonces ya no hablaríamos de seres humanos, sino de
otro tipo de ser de naturaleza diferente. Hablar de seres humanos perfectos en
su bondad es como hacer alusión a un océano sin oleaje, a un día sin noche, a
un clima sin tempestades, o a una vida de éxitos sin fracasos, y por tanto sin
dolor. Algo que no existe en la arquitectura cosmológica de nuestro mundo.
No obstante, por encima de la
cualidad del hombre y la mujer como seres mitad buenos, mitad malos, está la
consciencia, la cual puede hacer imponer una de las dos tendencias de nuestra propia naturaleza en el quehacer de la vida diaria . Pero no hay consciencia que tome el control sobre las
riendas de nuestra doble naturaleza, sin trabajo interior. Alimentar la luz, o
desencadenar las sombras que forman parte de nuestra esencia como seres humanos
es un trabajo individual e intransferible. Llamémosle ser buenas personas, tener autocontrol,
gestionar las emociones o como nos plazca. El trabajo personal sobre uno
mismo, que afecta de manera directa en cómo nos comportamos ante el resto del
mundo –comenzando por los más allegados-, es una actitud que lleva al hábito,
pero no hay hábito sin práctica, ni práctica sin disciplina interior.
Lo relevante es que, si paramos
atención, podemos observar nuestros pensamientos, los cuales siempre llevan
consigo su carga correspondiente de sentimientos hacia aquello que nos focalizamos. Y eso que justamente observa lo que pensamos y sentimos, es
nuestra consciencia. A partir de aquí, si
podemos observar, podemos actuar interiormente en modificar ese pensamiento y
sentimiento observado que alimenta nuestra mitad oscura del alma.
Así pues, no podremos cambiar
nuestra dualidad como seres de luz y oscuridad, pues forma parte de nuestra
(imperfecta?) condición humana, pero sí tenemos la plena responsabilidad con nosotros mismos y frente el mundo sobre cuál de ellas decidimos alimentar y engrandecer.
Felices fiestas y una vida digna
en paz y prosperidad para todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Que la
fuerza, de la Luz y el Amor, nos acompañe.