Si algo definía al panorama
político español previo a la crisis, es que el rasgo de una España dividida entre
derechas e izquierdas se había convertido en una máxima histórica desdibujada
por las políticas económicas tan similares llevadas a cabo por los dos partidos
que han gobernado el país hasta la fecha de manera alterna, pp y psoe, hasta el
punto que ya comenzaban a considerarse a ojos de los votantes como una sola opción
política denominada “ppsoe”. Una circunstancia provocada en gran medida por la progresiva
cesión de soberanía nacional a favor del aparato político centralista de la
Unión Europea, y agudizado en última instancia por el férreo control económico y
comercial impuesto por los tecnócratas de Bruselas (bajo premisas neoliberales,
no lo olvidemos).
Una España de izquierdas y
derechas desdibujadas que, en menos de una década y a causa de las desigualdades
sociales emergidas a causa (aprovechada) de la actual crisis socioeconómica, se
ha llegado a conceptualizar epidérmicamente entre el conjunto de la ciudadanía
como una España dividida en dos clases sociales: los de arriba y los de abajo.
Lo que ha permitido la irrupción, en medio de un panorama político enajenado al
sufrimiento de una clase social media que se ha visto velozmente aniquilada, de
nuevas formaciones políticas surgidas desde la movilización ciudadana.
Pues si la
crisis algo nos ha hecho despertar de la realidad, tras el pinchazo de la
burbuja del Estado del Bienestar, es que en nuestra joven y manipulada democracia
existen ciudadanos de primera y de tercera, y que el principio de igualdad de
oportunidades y el derecho a una vida digna solo es apto para ricos y familias
aposentadas en el stablishment de las
instituciones del Estado (lo cual choca de manera directa contra el espíritu y
los principios esenciales de nuestra constitución)
Un panorama político que nos ha
conducido a las recientes pasadas elecciones generales del 20D, donde sin duda observamos
gratamente que el nivel de madurez de nuestra democracia ha dado un pequeño salto
cualitativo (forzado por exigencia ciudadana), no solo por la pluralidad de
opciones políticas que irrumpen en el escenario parlamentario, sino por el
avance en materia de exposición y debate de programas ideológicos a lo largo de
la campaña electoral, o por la idea generalizada a minuto uno del cierre de
urnas de reformar la actual ley electoral a favor de una circunscripción única
donde un ciudadano es igual a un voto, por poner un par de ejemplos.
Pero si algo deseo subrayar, como
objetivo principal de este artículo, es que nuestro país tras el 20D, más allá
de definirse por estar dividido entre derechas e izquierdas, o entre votantes
de los de arriba y los de abajo, está dividido entre votantes activos y
votantes pasivos. Me explico. Los partidos emergentes, al surgir de los
movimientos sociales, han propiciado de manera idiosincrásica la participación
activa de sus simpatizantes, no solo en la movilización de actos electorales,
sino incluso en el debate y elaboración de todos y cada uno de los puntos
programáticos que tienen la voluntad de convertirse en futuras leyes que
produzcan un cambio en el país. Mientras que los partidos tradicionales se han
limitado, por inercia histórica, a elaborar sus programas electorales en
despachos cerrados, sin dejar participar a su electorado potencial más allá de
las tendencias recogidas en los sondeos de mercado. En definitiva, aquí vemos
una clara confrontación entre la cultura de la democracia directa y real (donde
el ciudadano es protagonista y partícipe activo), frente a la democracia
representativa (todo para el pueblo, pero sin el pueblo).
Asimismo, otra de las características
que se pueden extraer tras las elecciones del 20D, es que los votantes activos
se sienten identificados y más cómodos con un discurso intelectual, en el que
se ahonda en los argumentos políticos que afectan la vida cotidiana de las
personas. Mientras que los votantes pasivos se sienten atraídos por mensajes
más emocionales, donde la exaltación de un sentimiento identitario común
enfrentado a terceros tiene un peso relevante en su elección del voto en
detrimento del resto del programa electoral, que suele ser de baja intensidad
política (propio de exaltación de banderas, como en las consignas: “Yo soy español”, -como si los demás no lo fuéramos, y solo por gritar nuestra españolidad (multiterritorial) se solucionasen todos los problemas-).
En este sentido, y según las estadísticas, el votante activo es
mayoritariamente joven y preparado (propio de una España ilustrada), mientras
que el votante pasivo es mayoritariamente mayor, con una media de edad superior
a los 50 años, y vinculado al mundo rural.
En este nuevo contexto de un país
dividido entre votantes activos y votantes pasivos, está claro que, bajo parámetros
de evolución natural de la pirámide poblacional, España se encamina hacia una democracia
más exigente y crítica, y por tanto más madura. Dejamos atrás la era del
votante dócil y ciego frente a la gestión de sus gobernantes (campo de cultivo para la corrupción y la impunidad política), y entramos en una nueva era donde el
votante, con plena consciencia de ciudadano con plenos derechos y poderes
democráticos, exige participación activa y control en la gestión política que
afecta de manera directa su vida.
Así pues, lo queramos o no, todo
apunta a que nos encontramos en una segunda, renovada y mejor versión de transición
democrática. A partir de aquí, ahora solo cabe afrontar los nuevos e inminentes
retos que nos depara una democracia española más madura. Si sabemos estar o no a la altura de las circunstancias, el tiempo lo dirá...
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