jueves, 24 de diciembre de 2015

España se reformula entre votantes activos y pasivos, la nueva y la vieja democracia

Si algo definía al panorama político español previo a la crisis, es que el rasgo de una España dividida entre derechas e izquierdas se había convertido en una máxima histórica desdibujada por las políticas económicas tan similares llevadas a cabo por los dos partidos que han gobernado el país hasta la fecha de manera alterna, pp y psoe, hasta el punto que ya comenzaban a considerarse a ojos de los votantes como una sola opción política denominada “ppsoe”. Una circunstancia provocada en gran medida por la progresiva cesión de soberanía nacional a favor del aparato político centralista de la Unión Europea, y agudizado en última instancia por el férreo control económico y comercial impuesto por los tecnócratas de Bruselas (bajo premisas neoliberales, no lo olvidemos).

Una España de izquierdas y derechas desdibujadas que, en menos de una década y a causa de las desigualdades sociales emergidas a causa (aprovechada) de la actual crisis socioeconómica, se ha llegado a conceptualizar epidérmicamente entre el conjunto de la ciudadanía como una España dividida en dos clases sociales: los de arriba y los de abajo. Lo que ha permitido la irrupción, en medio de un panorama político enajenado al sufrimiento de una clase social media que se ha visto velozmente aniquilada, de nuevas formaciones políticas surgidas desde la movilización ciudadana. 

Pues si la crisis algo nos ha hecho despertar de la realidad, tras el pinchazo de la burbuja del Estado del Bienestar, es que en nuestra joven y manipulada democracia existen ciudadanos de primera y de tercera, y que el principio de igualdad de oportunidades y el derecho a una vida digna solo es apto para ricos y familias aposentadas en el stablishment de las instituciones del Estado (lo cual choca de manera directa contra el espíritu y los principios esenciales de nuestra constitución)

Un panorama político que nos ha conducido a las recientes pasadas elecciones generales del 20D, donde sin duda observamos gratamente que el nivel de madurez de nuestra democracia ha dado un pequeño salto cualitativo (forzado por exigencia ciudadana), no solo por la pluralidad de opciones políticas que irrumpen en el escenario parlamentario, sino por el avance en materia de exposición y debate de programas ideológicos a lo largo de la campaña electoral, o por la idea generalizada a minuto uno del cierre de urnas de reformar la actual ley electoral a favor de una circunscripción única donde un ciudadano es igual a un voto, por poner un par de ejemplos.

Pero si algo deseo subrayar, como objetivo principal de este artículo, es que nuestro país tras el 20D, más allá de definirse por estar dividido entre derechas e izquierdas, o entre votantes de los de arriba y los de abajo, está dividido entre votantes activos y votantes pasivos. Me explico. Los partidos emergentes, al surgir de los movimientos sociales, han propiciado de manera idiosincrásica la participación activa de sus simpatizantes, no solo en la movilización de actos electorales, sino incluso en el debate y elaboración de todos y cada uno de los puntos programáticos que tienen la voluntad de convertirse en futuras leyes que produzcan un cambio en el país. Mientras que los partidos tradicionales se han limitado, por inercia histórica, a elaborar sus programas electorales en despachos cerrados, sin dejar participar a su electorado potencial más allá de las tendencias recogidas en los sondeos de mercado. En definitiva, aquí vemos una clara confrontación entre la cultura de la democracia directa y real (donde el ciudadano es protagonista y partícipe activo), frente a la democracia representativa (todo para el pueblo, pero sin el pueblo).

Asimismo, otra de las características que se pueden extraer tras las elecciones del 20D, es que los votantes activos se sienten identificados y más cómodos con un discurso intelectual, en el que se ahonda en los argumentos políticos que afectan la vida cotidiana de las personas. Mientras que los votantes pasivos se sienten atraídos por mensajes más emocionales, donde la exaltación de un sentimiento identitario común enfrentado a terceros tiene un peso relevante en su elección del voto en detrimento del resto del programa electoral, que suele ser de baja intensidad política (propio de exaltación de banderas, como en las consignas: “Yo soy español”, -como si los demás no lo fuéramos, y solo por gritar nuestra españolidad (multiterritorial) se solucionasen todos los problemas-). En este sentido, y según las estadísticas, el votante activo es mayoritariamente joven y preparado (propio de una España ilustrada), mientras que el votante pasivo es mayoritariamente mayor, con una media de edad superior a los 50 años, y vinculado al mundo rural.

En este nuevo contexto de un país dividido entre votantes activos y votantes pasivos, está claro que, bajo parámetros de evolución natural de la pirámide poblacional, España se encamina hacia una democracia más exigente y crítica, y por tanto más madura. Dejamos atrás la era del votante dócil y ciego frente a la gestión de sus gobernantes (campo de cultivo para la corrupción y la impunidad política), y entramos en una nueva era donde el votante, con plena consciencia de ciudadano con plenos derechos y poderes democráticos, exige participación activa y control en la gestión política que afecta de manera directa su vida.

Así pues, lo queramos o no, todo apunta a que nos encontramos en una segunda, renovada y mejor versión de transición democrática. A partir de aquí, ahora solo cabe afrontar los nuevos e inminentes retos que nos depara una democracia española más madura. Si sabemos estar o no a la altura de las circunstancias, el tiempo lo dirá...


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