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Trabajar y no tener ni para llenar la nevera |
Atrás quedó la clase media como hito
social alcanzado por los niños de la dictadura (hoy en día nuestros padres y
abuelos), que se encontraron todo un país por hacer, así como un nuevo mercado
capitalista que les brindó la capacidad de adquirir vehículos, viviendas (de
primera y segunda residencia) y otros bienes de propiedad a través de figuras
financieras como la hipoteca y los préstamos personales. Ya que, para entonces,
la cultura crediticia formaba parte de la idiosincrasia del bienestar social
individual y colectivo, donde la deuda doméstica controlada por unos salarios
fijos en un mercado laboral expansivo retroalimentaba el consumo de las
familias. Niños de la posguerra que transformaron una España de clase obrera en
una España de clase media, pero que tras jubilarse o estar a punto de jubilarse
a lo largo de esta última década, no han podido dejar como herencia a sus hijos
ya no tan solo el estatus social de clase media adquirida, sino ni tan siquiera
–en muchos de los casos- recuperar el estatus de clase social obrera.
Entonces, ¿qué hay por debajo de
la clase obrera? La respuesta, por triste no es menos real: La clase social de
los pobres. ¿Y cuál es el barómetro que distingue a las clases sociales entre
sí?, podemos preguntarnos: la renta del trabajo, es decir, los salarios. Se
entiende que una persona que cobra bruto al año poco más de 7.000€ es pobre, de
9.000€ a 12.000€ es clase obrera, hasta 45.000€ es clase media y media alta, y
a partir de aquí ya entramos en la órbita de los salarios de lo que denominamos
clase alta, entre los que se encuentran los ricos.
Pues bien, hecho el apunte
clarificador entre clases sociales, ahora viene el jarro de agua fría: casi la
mitad de los trabajadores españoles, el 46,4% para ser más exactos, forma parte
de la nueva clase social de los pobres, es decir, cobran por debajo de los
1.000€ brutos al mes. Y de estos, el 34% son sescientoseuristas. Una clase
social de los trabajadores pobres que debemos sumar a los más de 4 millones de
parados existentes, lo que nos da como resultado que un 30% de la población
española se encuentra en situación de pobreza y de exclusión social.
Y ya puestos, ¿qué tasa tenemos
en la actualidad de la llamada clase social media? Pues entre la clase media
baja, la clase media-media y la clase media alta registran un total del 34% de
los trabajadores españoles. El 19,6% restante ya es considerado clase alta, de
los que un 0,7% registran salarios superiores a los 90.000€ brutos al año,
rentas de capital a parte (que es realmente lo que marca la diferencia en el
ámbito de la desigualdad social).
Como podemos observar,
prácticamente la mitad de los trabajadores españoles son de clase social pobre
(que van desde los 18 a los 65 años), pero a diferencia de otras épocas de la
historia, estos pobres son ilustrados, ya que la mayoría tienen estudios de ciclo secundario y superior gracias a la universalidad de la educación reglada recogida como derecho social en
la Constitución del 78. Llegados a este punto, la pregunta del millón es si
esta nueva clase social tiene sentido de identidad como colectivo social
propio. La respuesta, a todas luces, es que no. Quizás la razón se deba a su
reciente creación (que coge impulso a partir del inicio de la crisis), quizás se deba a
un sentimiento de no aceptación de la realidad (propio de una vergüenza social
de un mal entendido fracaso individual), o quizás se deba simplemente a que aún están en
shock por las convulsiones socioeconómicas de rabiosa actualidad y todavía
creen pertenecer al espejismo de la clase social media de la que vienen sus
padres y abuelos a la espera de un nuevo milagro económico que les/nos despierte
del mal sueño.
Sea como fuere, una clase social
sin identidad está dividida y, por tanto, abocada a la derrota social frente a
la inmovilidad e insensibilidad social de los que más tienen. Sin identidad de
clase social propia no hay capacidad de organización colectiva que se pueda
luchar por recuperar un estado de bienestar social justo y equitativo para
todos. Pues la identidad representa asumir lo que uno es (desapegándose de lo
que uno fue y ya no es), y solo a partir de la aceptación de nuestra realidad más
inmediata podemos reinventarnos individual y colectivamente. Y, ¿qué significa
reinventarse colectivamente?, nada más ni nada menos que sumar esfuerzos por
mejorar las condiciones de vida digna para el 50% de los trabajadores pobres de
nuestro país. Una cuestión no solo de justicia social, sino de dignidad humana.
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