Esta mañana, repasando las
noticias de linkedin, me ha llamado poderosamente la atención un artículo (cuya
lectura recomiendo) titulado “¿Tienes más de 45 años? Ya no tendrás trabajo. Jamás”, de Miguel Piñol Aldea, propietario de la consultora estratégica balear Openplus,
empresa especializada desde hace más de una década en soporte a la gerencia,
externalización de servicios comerciales, e internalización y gestión de
proyectos de innovación para pymes. En el artículo, Piñol destaca la imposibilidad
de personas de más de 40 años, con una amplia experiencia –inclusive altos
cargos directivos-, de volver a encontrar trabajo por una simple cuestión de
limitación de edad por parte del mercado laboral (y más particularmente por los
reclutadores de empleo). Un artículo que en pocas horas ha recogido una cascada
de opiniones de directivos y cuadros intermedios en que cada uno explicaba sus
vivencias y sensaciones personales reafirmando la veracidad de la situación.
Si algo quiero subrayar del
artículo es que el autor destapa la caja de pandora con dos elementos clave de
marcado corte social: los 40 años de vida restante que le quedan al desempleado
en un futuro sin expectativas laborales,
y el resentimiento social que dichos años pueden hurgar en el carácter de la
persona. Mientras que de las opiniones recogidas, destaco el hecho que nadie
sabe, ni los propios departamentos de recursos humanos, el por qué de la
limitación de edad en el proceso de selección de personal (aunque está claro
que el factor económico tiene su relevancia).
Ante esta situación, hay dos
preguntas obligadas:
1.- ¿Desde cuándo la experiencia ha
dejado de tener valor social?
Y, 2.- ¿Cómo va a mantenerse el
desempleado y su familia si se le veta el acceso al mercado laboral?
A todo ello hay que añadir que el
desempleado de más de 40 años, tras consumir tarde o temprano la prestación por
desempleo (en una crisis que dura 8 años y suma y sigue) y al no encajar en el
perfil de “persona en situación de exclusión social” que le permita
beneficiarse de la renta mínima de inserción social que otorgan los Servicios
Sociales municipales (un tema urgente a revisar), se convierte en un ciudadano
invisible a los ojos del Estado de Bienestar Social del que, por no percibir, no
percibe ni un céntimo ni para el bono del metro o del autobús. En otras palabras, nos olvidamos de ellos. ¿Y,
entonces, cómo viven (o mejor dicho malviven)? -Ah!, eso es todo un misterio.
Veamos, señores, impongamos -aunque
sea de manera excepcional- inteligencia social a la situación, ya que no solo
estamos desaprovechando un activo profesional indudable de una de las generaciones
mejor preparadas de la historia, sino que por otro lado estamos activando una
bomba de relojería social. Si continuamos sembrando vientos de indiferencia,
convirtiendo a excelentes profesionales en ciudadanos invisibles por una
desafortunada política de fechas de caducidad laboral, por pura reacción del
instinto de supervivencia personal y de dignidad humana, recogeremos violentas
tormentas sociales.
Si, por el contrario, apostamos
por el activo social de los desempleados mayores de 40 años, devolviéndoles la
visibilidad como ciudadanos de pleno derecho ante el Estado del Bienestar, debemos
comenzar por lo prioritario: En el ámbito laboral, modifiquemos los parámetros
de selección de personal, revalorizando la experiencia profesional y revisando la
unidad de medida de la vida útil del potencial productivo de una persona activa.
Y, en el ámbito social, construyamos un puente de oxígeno vital en el limbo
entre la finalización de las prestaciones por desempleo y la selecta renta
mínima de inserción social para excluidos, como pueda ser la renta mínima
universal (como ya propone en futura Iniciativa Legislativa Popular la CCOO),
como flotador socioeconómico mientras el mercado laboral alcanza unos
estándares normalizados de actividad.
Así pues, poco más hay que decir,
y mucho y con urgencia hay que hacer. Pongámonos manos a la obra.
Firma: Joven de 43 años