La vida es movimiento. De hecho,
en nuestro universo conocido no existe el no-movimiento, ya que todo aquello
que creemos inmóvil e inerte no es más que una falacia de nuestros limitados
sentidos espacio-temporales. Puesto que toda la materia -y con ella la energía
que la constituye, la crea y le da forma-, se encuentra en un proceso activo e
infinito de transformación continua, como si de un juego sinfín de creación de nuevos
moldes donde la vida pueda manifestarse se tratase. Es por ello que podemos
afirmar que la vida es movimiento, y el movimiento el aliento creador del
universo.
Sí, no existe el no-movimiento,
pero en cambio sí que existe el no-progreso. Es decir, no todo movimiento
conlleva una evolución y un progreso por sí mismo, ya que para ello se requiere
de dirección, propósito y voluntad. En otras palabras, si nos movemos dando
vueltas dentro de nuestra jaula de confort o seguridad (la seguridad no tiene
que ser confortable per se),
avanzaremos tanto como el hámster que da vueltas sobre su rueda giratoria: nos
movemos, sí, pero no progresamos. En términos radicales, podemos decir que aun
estando quietos nos movemos ad hoc
por nuestra propia naturaleza, pero ello no significa que vayamos a ningún
sitio (más allá de hacia la decadencia inevitable de la masa celular que nos
otorga corporeidad).
El quid de la cuestión no es pues
moverse, ya que aunque no queramos nos movemos, sino ¿hacia dónde?. He aquí que
el movimiento consciente se antepone a un movimiento rutinario que, por ser
repetitivo, llega a convertirse en inconsciente. Es decir, ante la pregunta de
corte existencial de hacia dónde me dirijo, la respuesta (de múltiples opciones)
nos abocará a someter el movimiento
autómata de nuestra rutina a un movimiento en una dirección consciente, que
conlleva implícito un propósito u objetivo a alcanzar y una voluntad de
realizarlo.
Pero previo a marcar en rojo el
rumbo de nuestras vidas sobre el mapa de ruta personal e intransferible,
primero debemos saber hacia dónde dirigirnos. Y es este, justamente, el verdadero
escollo de todo navegante: el saber hacia dónde ir, y más cuando se han probado
otras rutas que no han conducido a ningún puerto satisfactorio (con el
consecuente desgaste de energías). Es entonces que el navegante de la vida se
percata que no hay dirección ni voluntad sin un objetivo definido, y que no hay
objetivo claro a alcanzar sin un tiempo previo y necesario de reflexión
personal. Y, ¿cómo sabemos cuándo tenemos claro el objetivo que marca la
dirección de mi movimiento consciente?, podemos preguntarnos. La pregunta, por
sencilla no es racional sino emocional, porque se siente: cuando la idea de
alcanzar ese objetivo nos es suficientemente motivadora para activar la fuerza de
nuestra voluntad de movernos.
Así pues, como vemos, el problema
de progresar no es moverse, ya que nos movemos al igual que respiramos, sino
por qué respirar. O, mejor dicho, por qué suspirar. Ya que en la intimidad del
suspiro por alcanzar algo se haya el germen de todo movimiento consciente hacia
el progreso personal.
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