El mundo del hombre está
creado desde un origen común que nos une, formado por varias partes que forman
el todo, las cuales utilizamos para destacar las diferencias con espíritu de
confrontación en vez de reivindicar nuestra propia naturaleza común. Es como si
cada uno de nosotros tuviéramos una pieza de un mismo puzzle que, en vez de
juntarlas para construir entre todos el puzzle, las utilizáramos para pelearnos
entre nosotros porque las otras piezas son diferentes a las nuestras. Parece de
locos, ¿verdad? Pero así es.
Pongamos un ejemplo. A
estas alturas de la humanidad ya es sabido que la Biblia es un compendio de
historias, algunas prácticamente literales, de otras culturas más antiguas que
el cristianismo, como la religión egipcia (discursos del propio Jesús en el
Nuevo Testamento), la mesopotámica (el Arca de Noé y el Diluvio Universal) o la
judía (El Antiguo Testamento), entre otras. Y que el islamismo es, a su vez,
una religión que nace del cruce entre judaísmo y cristianismo, o lo que es lo
mismo entre Antiguo y Nuevo Testamento (sólo hay que preguntar a un islamista
por sus profetas, siendo Jesús el penúltimo antes de Mahoma). Así pues, ¿por
qué de los sangrientos genocidios históricos que llegan hasta nuestros días
entre hombres que promulgan el cristianismo y el islamismo? La respuesta es
bien sencilla: porque destacamos las diferencias en lugar de las coincidencias.
Y lo mismo pasa con
cualquier otra faceta de la vida del hombre, ya sea a nivel individual entre la
persona y su agotadora batalla con el resto del mundo, ya sea a nivel social
entre clases de diferente status de una misma sociedad, ya sea a nivel
profesional entre trabajadores con diferentes cargos y responsabilidades dentro
de una misma empresa, ya sea a nivel ecológico entre el hombre y las diferentes
manifestaciones de la propia naturaleza de la que somos parte, y así hasta
alcanzar las escalas más globales de organización y relación humana.
El ser humano tiene la
capacidad de ver las diferencias de las partes, así como el todo que forman
esas mismas partes. Si solo alimentamos una de estas capacidades, si solo
educamos desde una concepción de la realidad -y por extensión del conjunto de
la humanidad-, creceremos como hombres y mujeres con discapacidad humana, es
decir incompletos y, por tanto, disfuncionales. Pues tan importante es ver la
riqueza de las diferencias, como la diversidad de la unidad. Ya que ambas son
cualidades cognitivas innatas del ser humano.
En este sentido tiene
gran responsabilidad la educación, ya que si ya desde pequeños sólo enseñamos a
nuestros hijos todo aquello que nos diferencia, y les vetamos la educación de
todo aquello que nos une, ¿cómo van a saber nuestros hijos que formamos parte
de un todo común? ¿Cómo, pues, van a integrar en vez de excluir? Quizás la
respuesta la debamos de buscar en los intereses de quienes marcan las
directrices de nuestra educación. Preguntémosles pues a sus ilustres señorías
que dirigen nuestras sociedades por qué nos enseñan a excluir, en vez de a
integrar.
Dime qué sociedad quieres
construir, y te diré qué educación debes impartir. Está claro que educar desde
la diferencia que nos separa crea sociedades desiguales y excluyentes, en las
que sólo unos pocos se benefician de privilegios sobre los otros muchos,
mientras que educar desde lo que nos une crea sociedades solidarias, inclusivas,
equilibradas y más humanas. Por tanto, tendremos aquella sociedad cuya
educación queramos alimentar.
Superar la ruptura de la
dualidad entre la parte y el todo, redescubriendo la capacidad humana de
concebir el mundo desde la diversidad de la unidad, nos conducirá, sin lugar a
dudas, al camino para construir un futuro mejor para todos los seres que
vivimos en este planeta. Nuestra es la opción y la voluntad, tanto a nivel
individual como colectivo, para lograrlo.