Todo evoluciona en una transformación continua donde todo se transforma, incluida la sociedad y con ella su modelo de Democracia. Los budistas lo llaman el principio de impermanencia, los darwinianos el principio de evolución, los físicos el principio de expansión, etc. Pero con independencia de la etiqueta cultural que le coloquemos, tanto las escuelas espirituales como las estrictamente científicas coinciden en el mismo punto: todo cambia en un flujo eterno de muerte y renacimiento. Pero para renacer, antes hay que morir...
Los modelos democráticos no están exentos a esta ley universal, y siguen su propio curso de transformación evolutiva, no mediante muertes abruptas (que no son propias de su naturaleza social y de derecho), sino a través de muertes transitorias (como el gusano que muere para convertirse en mariposa) en un cambio progresivo en la madurez de la mentalidad colectiva de sus sociedades.
Unas sociedades actuales, formadas –no lo olvidemos- por la suma de muchas personas como unidades individuales, con cuatro grandes rasgos bien definidos:
1.-Las personas que formamos las sociedades de los estados democráticos somos los seres humanos con mayores conocimientos de toda la Historia de la Humanidad.
2.-Las personas que formamos las sociedades de los estados democráticos somos los seres humanos con mayor interacción social y global de toda la Historia de la Humanidad.
3.-Las personas que formamos las sociedades de los estados democráticos somos los seres humanos con una mayor inteligencia colectiva de toda la Historia de la Humanidad, gracias al alto nivel de conocimiento compartido mediante una continua interacción social y global a tiempo real.
Y, 4.-Las personas que formamos las sociedades de los estados democráticos somos los seres humanos que menos necesitamos, del conjunto de la Historia de la Humanidad, rígidas estructuras organizativas bajo la guía iluminada de un líder para generar movimientos y tendencias sociales, derivado de las premisas anteriores.