Si algo queda patente en
la situación de crisis institucional y social por la que pasa
Cataluña, por encima del posicionamiento político de cada ciudadano
a título individual, es que existe una contienda entre dos conceptos
diferentes de Democracia. Los unos, entre los que me encuentro,
entendemos la Democracia dentro de los principios rectores del Estado
de Derecho a la luz del marco jurídico democrático europeo donde se
circunscribe el ordenamiento jurídico constitucional español;
mientras que los otros entienden la democracia como un sistema de
organización política donde el principio de Desobediencia Civil
prima por encima del principio de Legalidad, siendo el primero un
claro acto de desacato al segundo para forzar cambios a nivel
político y social con el fin de conseguir sus objetivos (la
autodeterminación), y siendo (quiero suponer) conscientes asimismo
que la transgresión a la legalidad vigente -vulnerando los
principios de un Estado de Derecho- puede acarrear inevitablemente un
castigo por parte de los diferentes poderes del Estado.
Simplificándolo, nos encontramos frente a una concepción de
Democracia europea por parte de los constitucionalistas de tradición
milenaria greco-romana, versus una democracia proindependentista
catalana que tiene su origen en postulados originados en mediados del
siglo XIX por parte del filósofo anarquista estadounidense Henry
David Thoreau, y del que bebieron ideológicamente personajes
históricos como León Tolstoy, Gandhi y Martin Luther King. Aunque,
si somos rigurosos en los términos, de concepto de Democracia solo
hay uno (Permítanme ser generoso en este artículo bajo la
singularidad sociológica de que la consigna y estandarte principal
de los independentistas es, justamente, el reclamo de más
“Democracia”).
Esta contienda
socio-política y jurídica entre Democracia y pseudodemocracia en
Cataluña, tiene un segundo aspecto interesante a destacar: el uso de
la simbología. Es decir, tanto los partidos políticos, como los
colectivos sociales y los mismos ciudadanos a título individual de
ambos posicionamientos enfrentados hacen uso de símbolos elevados a
la categoría de iconos culturales para la reafirmación de una
identidad propia.
En el caso particular de
los defensores del concepto de “democracia a la nacionalcatalana”,
el uso de la iconografía ideológica como elemento distintivo es,
claramente, un instrumento de estrategia clave para la contienda entre
las partes que, en gran medida, se está librando en las calles (para
desafío mayor de la Democracia ortodoxa). Esta tendencia no solo ya
es natural (e incluso coherente) por parte de aquellos catalanes
nacionalistas descendientes de familiares que perdieron en la aún
rememorada fratricida guerra civil, sino que se nos aparece como
relevante, por excepcional, en aquellos hijos y nietos de inmigrantes
de otras zonas de España que hoy son independentistas. La
particularidad del caso de éstos últimos cabe entenderla como parte
de una generación nacida en Cataluña que, si bien son hijos de
otras culturas españolas, por desconexión geográfica no acaban de
sentirse culturalmente ligados al lugar de origen de sus padres, y
han encontrado en la simbología nacionalista catalana -fuertemente
promovida (y manipulada) por las instituciones de Cataluña a lo
largo de las últimas décadas- el espacio de refugio y de
retroalimentación óptimo para el desarrollo de una identidad social
y personal propia (al amparo del olvido de la historia de sus
ancestros y ganando un terreno identitario de zona de nadie). Lo
mismo sucede con inmigrantes latinoamericanos ahora independentistas
(de tradición político-reivindicativa, sea dicho de paso). Otro
tema son los inmigrantes musulmanes que su motivación no es tanto
identitaria y cultural, sino de interés por mantener los beneficios
derivados de las prestaciones sociales de las que gozan (aunque este
es trigo de otro costal). Sea como fuera el proceso y capacidad de
adhesión que tienen los nacionalistas catalanes a su causa, lo
cierto es que el movimiento secesionista plantea un serio reto al
futuro de la convivencia social en Cataluña por el amplio espectro
de jóvenes independentistas “de nueva generación” con los que
cuenta, -solo hay que ver las manifestaciones repletas de estudiantes
de instituto y universitarios-. Una nueva generación a la que se
puede reculturalizar en conceptos tan básicos como lo que es y lo
que no es la Democracia, pero a los que no se les podrá sustraer su
identidad nacionalista (reforzada por los acontecimientos recientes),
pues en ella se enraiza su identidad cultural como persona.
Como vemos, nos
encotramos frente a un escenario con dos conceptos de Democracia
enfrentados, donde la iconografía nacionalista catalana no es solo
simbología política sino expresión identitaria cultural de cientos
de miles de personas, muchos de ellos jóvenes. Y aquí llegamos al
tercer y último punto de esta pequeña reflexión: la exclusión
social por identificación identitaria. Uno de los efectos
secundarios, pero sólidamente tangibles, de la reafirmación de una
identidad cultural propia es, justamente, la contraposición a otras
identidades culturales que se perciben como ajenas (El Yo/Nosotros
versus los otros). Una característica sociológica que cuando no se
siente amenazada -ya sea objetiva o subjetivamente- deriva en un
ambiente de concordia y de buena convivencia social, pero cuando se
percibe como hostigada (como es el caso) genera un ambiente de
exclusión a todo aquello y aquellos que no participen de su mismo
ideario socio-cultural. En otras palabras, triste y previsiblemente
en Cataluña vamos a asistir en los próximos tiempos a una pérdida
de activo humano, por parte de una u otra parte de la contienda, por
el rechazo sistemático de personas a las que se les va a valorar por
su perfil identitario por encima de su talento, a causa de la grave
fractura social ya existente. Y no se trata de una teoría alarmista
infundada, sino de una realidad plausible en una sociedad que
deplorablemente ya señala a niños en la escuela, comercios de la
calle y personas en las redes sociales según su identificación
identitaria.
Si el talento representa
el 80% del valor intangible de una empresa, y éstas son los
engranajes operativos que mueven el Mercado, siendo el Mercado quien
posibilita el buen desarrollo de las sociedades y su grado de estado
de bienestar, o la sociedad catalana -en complicidad real de sus
instituciones- se implica en serio para estar a la altura de las
circunstancias que requiere el recuperar la convivencia ciudadana
tras una grave fractura social, o Cataluña se verá abocada a un
empobrecimiento de talento para afrontar los retos de una sociedad
moderna en pleno siglo XXI. Puesto que sin talento no hay innovación
y, por ende, competitividad. Ante la pregunta de si ¿Cataluña va
hacia un saldo positivo o negativo en materia de gestión del talento
propio?, el tiempo lo dirá y la Historia valorará nuestra madurez
como sociedad autodenominada como moderna, pero serán los
indicadores de Mercado quienes reflejarán de manera objetiva y a
corto plazo la rentabilidad de nuestro capital intelectual. El
balance, al final del ejercicio.
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Nota: Este y otros artículos de reflexión se pueden encontrar recopilados en el glosario de términos del Vademécum del ser humano