El hombre, en su locura, es un capturador de impermanencias, un
cazador de acontecimientos efímeros, reflexiono en voz alta este pasado domingo tarde mientras Teresa, mi pareja, me comenta -a la vez que
monta un álbum de fotos de un viaje reciente- que para ella “la
fotografía es su compañera de viaje, un ojo que fija el recuerdo y
le permite poseer lo temporal, captar la corporeidad de la emoción y
la presencia del silencio”. (Como chef conceptual, fotógrafa y
artista, es toda una renacentista del instante!)
Ciertamente la vida se reduce a la suma cronológica de pequeños
instantes que hacen transitar nuestra existencia por el río del
tempus fugit. ¿Y qué es un instante sino algo momentáneo,
impermanente y, por esencia efímero?
Como efímero es el sonido de las campanas al vuelo que oigo en la
lejanía. Efímera es la flor que alegra la vista. Efímero es el
rayo de sol que se retira en esta tarde. Efímera es la ola de mar
que rompe en la playa. Efímero es la intensidad de un beso (y si no
que se lo pregunten a los amantes). Efímera es la nota de música
tocada. Efímero es el tabaco que se consume en mi pipa. Efímero es
el verso impreso en papel. Efímero es el buqué del vino que consumo
mientras escribo este artículo. Como efímeras han sido mi infancia
y juventud -observadas a vista pasada-, y creo que efímeros serán
los años que me quedan de madurez y de futura senectud. Porque si
algo es efímero por excelencia en este mundo es justamente la vida y
obra del ser humano, pues es ley de vida que todo pase y nada perdure
en un universo de naturaleza impermanente que fluye en continuo
cambio y transformación.
Y ante este cuadro efímero que es la vida -que a cada amanecer se
reinventa y rediseña de renovados estilos, colores y protagonistas
con sueños de grandeza-, nosotros, en nuestra locura intentamos
inmortalizar en vida los efímeros instantes presentes (ya sea a
nivel personal, familiar, profesional o social) en contra de toda ley
natural. O, en su defecto, los intentamos replicar hasta la saciedad
en nuestra cotidianidad bajo el embrujo de la ilusión de poder
trasmutar, por repetición, lo fugaz en eterno para el álbum
personal de nuestras vidas. ¿O acaso cuando estamos enamorados no
repetimos mil y una veces la intensidad de un mismo beso para poder
capturar para siempre la esencia de su efímera naturaleza?.
Quizás esta locura innata del ser humano, por no decir ceguera
inducida en nuestro adn en el momento incluso anterior a nuestra
propia concepción, no sea más que la respuesta obstinada como
especie por sobrevivir a un universo efímero, donde nuestra
relevancia y consistencia es comparable a la de un microorganismo que
se diluye en el vasto horizonte del océano que es la historia de
nuestro planeta. Y si nosotros somos efímeros como especie ante
el universo, o como individuos frente al conjunto de la sociedad, ya
no digamos nuestras obras, modas, culturas, ideas, principios, sueños
o insomnios, y suspiros.
Sí, somos por estirpe capturadores de lo efímero, aunque sea una
ilusión más propia de una maldición que, como condenados en vida,
nos impide saciarnos hasta la desesperación de todo aquello que
buscamos eternizar.
Sí, somos capturadores de lo efímero, pero ya sabemos que el
apegarse a algo concreto en un espacio-tiempo determinado que tiene
fecha de caducidad (por mandato natural), puede abocarnos
peligrosamente a la imposibilidad de aceptar el momento presente; que
es donde fluye y evoluciona el objeto de nuestro apego, tiempo en que
se desarrolla la vida, y espacio donde germinan nuestros futuros
posibles para una continua reinvención de nosotros mismos.
Sí, somos capturadores de lo efímero, pero quizás aún no nos
hemos percatado que nuestra condición de cazadores de lo
impermanente es, justamente, la bendición para poder vivir en
plenitud con y desde la intensidad del momento presente (el poder del
aquí y el ahora), y no para enloquecer intentando disecar momentos
en el tiempo. Pues la vida es y se desarrolla en el eterno presente
-siempre en continuo cambio y transformación-, dejando de ser vida a
cada instante anterior al ahora mismo en un bucle perpetuo de muerte
y nacimiento.
Sí, somos por condición natural capturadores de lo efímero, una
habilidad innata que permite armonizarnos con el flujo siempre
impermanente de la intensidad del momento presente, conectándonos no
solo con el latido de la vida misma, sino incluso con nosotros
mismos. Pues si alguna obra es volátil sobre la Tierra, justamente
es el propio ser humano: el opus magnum efímero de la vida.
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