Recuerdo con cierta ternura, en
mi joven época de estudiante, que solía ir a casa de un viejo filósofo con el
que tertuliaba sobre temas tan trascendentales como profundamente humanos de
los misterios de la vida al calor de una infusión. El viejo filósofo, que me
trataba con la indulgencia de un sabio al contemplar la osadía de un joven que ya
entonces fumaba en pipa y que se había atrevido a escribir una obra sobre Nietzsche
–creo que entonces tenía 19 años-, destacaba en su pensamiento filosófico por
afirmar que la sociedad contemporánea se distinguía del resto de sociedades
habidas a lo largo de la historia de la humanidad por ser una sociedad sin
dolor. Pero no porque el dolor, como entidad en sí misma, hubiera desaparecido
de la faz de la Tierra, sino porque lo habíamos extinguido de nuestras
sociedades occidentales de manera artificial en un acto reflejo por evitar el
miedo que nos supone el sufrir dolor alguno en nuestras propias carnes como
seres conscientes. Tanto es así que frente a una enfermedad, lo primero que
hacemos es tratar el dolor y, a posteriori, tratamos la enfermedad. E incluso
evitamos el dolor en procesos tan naturales de la vida misma como es a la hora
de un parto o incluso a la hora de afrontar la propia muerte.
Sí, nuestra sociedad evita el
dolor a toda costa y en cualquier circunstancia de la vida cotidiana de las
personas, solo tenemos que dar una ojeada a nuestro entorno más inmediato. En
contraposición, exaltamos todo aquello que nos haga sentir alegría, placer,
bienestar, euforia, deleite o felicidad. En este sentido, podemos decir que
nuestra sociedad es hedonista, pues buscamos satisfacer nuestros deseos de
manera inmediata y prolongada en el tiempo (quizás por ello la era tecnológica
que nos permite refugiarnos en mundos virtuales “no reales” tiene tanto éxito,
aunque este es tema para otro artículo).
Esta característica cultural de
nuestra sociedad de rehusar el dolor, que se nos implanta en el subconsciente
incluso en el momento anterior a nuestro nacimiento, hace que siempre miremos
hacia otro lado frente a situaciones incómodas que violentan y comprometen
nuestra consciencia como seres humanos. Un acto reflejo que nos convierte en
seres insensibles ante las injusticias sociales del mundo, pues estas conllevan
de manera intrínseca el reflejo de un dolor ajeno que deseamos evitar.
La consecuencia directa de una
sociedad indolora, no es tan solo que es una sociedad insensible a las
injusticias, sino que retrata sociedades fácilmente dóciles y manejables –justamente
por el miedo a sufrir dolor-, lo que las distingue por ser de espíritu débil,
tan dúctiles como pueda ser moldear la mantequilla. Y justamente ese espíritu colectivo
de mantequilla como sociedad se traslada y manifiesta, de manera inevitable, en
los espíritus de mantequilla de prácticamente todos y cada uno de sus
ciudadanos a título individual. Así pues, ¿cómo vamos a luchar contra las
injusticias sociales, por muy próximas que las vivamos, si estamos
insensibilizados al dolor propio y ajeno y nuestros espíritus son dúctiles como
la mantequilla?
Además, y por si fuera de poco
rubor, si algo nos distingue en las sociedades indoloras del bienestar, como ciudadanos
con espíritu de mantequilla, es que exigimos muchos derechos pero sin la
contrapartida de obligaciones alguna por nuestra parte -con la nula efectividad
de un niño que tiene una rabieta porque no quiere levantarse del sofá en busca
de un vaso de agua ante la negativa de su madre-, pues no hay espíritu de
mantequilla que no se derrita y autoderrote frente a un mínimo esfuerzo.
La parte positiva de la situación
es que una sociedad indolora –al contrario de lo podemos creer-no es
incompatible con una sociedad sensible, pues es justamente el conocimiento de
las injusticias humanas en un mundo globalizado lo que despierta la
sensibilidad y la consciencia por la justicia social. En otras palabras: no hay
acción transformadora del mundo sin sensibilidad, ni sensibilidad sin
conciencia, ni conciencia sin conocimiento.
Por lo que una buena gestión del conocimiento en materia de derechos
humanos y sociales –desde las escuelas, hasta las instituciones, pasando por
los medios de comunicación-, es clave para transformar los espíritus de mantequilla
de los ciudadanos (entre ellos, los jóvenes) en personas con espíritu lo
suficientemente empoderados para afrontar los retos que depara la vida diaria,
y por ende, capacitarlos con la fortaleza necesaria para transformar el mundo.
Mientras tanto, en las sociedades
indoloras del bienestar continuamos tapando las injusticias humanas en el mundo
-próximas y lejanas-, bajo la insensible capa untosa de mantequilla de la que
están hechos nuestros espíritus. Ante el dolor ajeno, indiferencia (que es lo
mismo que complicidad silenciosa). Y si es por desconocimiento (que no exime de
responsabilidad moral), mucho mejor.