Siempre pensamos en el continuo
espacio-tiempo desde una perspectiva física pautada por los relojes y, de
manera derivada, por los horarios de nuestra rutina diaria, e incluso por la
programación de la televisión (si hacen tal programa sabemos que es por la
mañana, si hacen tal otro por la noche sabemos que ha transcurrido ya el día).
Un continuo espacio-tiempo que conocemos,
gracias a la teoría de la relatividad de Einstein, que no es absoluto sino relativo, aunque en nuestras
vidas cotidianas no lo percibimos en el mundo físico, más allá de la dilatación
del tiempo que se produce a escala de segundos cuando viajamos en avión, o
cuando los relojes de los ordenadores se sincronizan vía satélite con su
correspondiente reajuste, o bien cuando escuchamos desde la Tierra un tic-tac más
lento desde la Estación Espacial Internacional. Una dilatación del tiempo que genera
mayores diferencias a mayor velocidad y gravedad entre observadores de un mismo
reloj. Pero claro, en la Tierra no hay diferencias de velocidad y gravedad sustanciales
para el conjunto de personas, por lo que físicamente el espacio-tiempo se comporta
como un sistema continuo y común para todos.
No obstante, junto al
espacio-tiempo físico, también existe el espacio-tiempo neurológico. Mientras
el primero se muestra continuo, el segundo se nos muestra discontinuo e incluso
múltiple.
Está claro que las neuronas, por
estar formadas por materia física (amoniaco y carbono, principalmente), se
desarrollan en un espacio temporal continuo donde nacen y mueren, lo cual tiene
una incidencia crucial para la vida de una persona. Pero no es menos cierto que
dichas neuronas (cuya actividad se manifiesta mediante un campo electromagnético, del que sabemos muy poco) crean una dimensión alternativa
donde el espacio-tiempo es de todo menos continuo, lo cual también tiene una
incidencia directa importantísima para la vida de toda persona.
Si algún rasgo caracteriza al
espacio-tiempo neuronal es, justamente, su fácil manejo de la dilatación del
tiempo, no solo pudiendo hacer que el tiempo vaya más lento o más deprisa a la
percepción de una persona -¿quién no lo ha experimentado?-; sino incluso
rompiendo constantemente la continuidad del espacio-tiempo trayendo tiempos
pasados o futuros al momento presente, o anclando a la persona de manera
continua a un pasado inexistente (como en el caso de depresiones, shocks, alzheimer
o demencias seniles), o lanzándola a vivir continuamente en el futuro (como en
el caso de personas hiperactivas, estresadas o adictos por el trabajo, por
poner algunos ejemplos), o haciéndola vivir en un bucle del tiempo (como en
casos de paramnesia aguda generada por ansiedad). Y todas estas fluctuaciones
temporales posibles combinándose continuamente y de mil maneras diferentes a lo
largo de un día “normal” en la vida de cualquier persona “mentalmente sana”,
donde el espacio-tiempo neuronal afecta de manera directa e indiscutible a su
espacio-tiempo físico.
Pero la mente no solo rompe constantemente
el continuo espacio-tiempo, como quien juega convulsivamente al tetris, sino
que además está en su naturaleza crear múltiples líneas espacio-temporales paralelas,
complementarias, divergentes, superpuestas e incluso imposibles, al igual que
diferentes caminos de gusano en una misma maceta poliédrica y fractal, para
diferentes aspectos relevantes de nuestra vida. Un multiverso temporal más
propio del estudio de los sistemas neuroatómicos de la cuántica, que del resto
de campos de investigación de la física.
Y, en toda esta locura de
múltiples espacio-temporales neuronales discontinuos, de vez en cuando miramos tímidamente
nuestro reflejo en el espejo del baño o hacemos una ojeada condescendiente a
nuestro reloj de pulsera para imbuirnos de una pizca de cordura con la finitud
de la dimensión física, en un universo donde nada se destruye, sino que todo se
recicla y transforma. Incluso el espacio-tiempo, en cualquiera de sus
manifestaciones.