Hace tiempo que el ser humano
dejó de evolucionar por adaptación natural al medio. De hecho, desde el preciso
momento en que comenzamos a adaptar el medio a nuestras necesidades como
especie (como cambiar la temperatura ambiente con los benditos aires
acondicionados en estos días de intensa calor). Aunque, siendo rigurosos
podemos afirmar a estas alturas de nuestra joven historia sobre la Tierra –tal y como categorizan los genetistas en
pleno siglo XXI-, que si algo no hay de natural en la naturaleza es justamente
el ser humano. (Por ello no encontramos el mítico eslabón perdido entre el homo sapiens y un hipotético antepasado
simiesco, aunque este es trigo de otro costal)
Si no evolucionamos por adaptación
biológica al medio, como el resto de especies animales, ¿cuál es el motor de nuestra
evolución como especie?. La respuesta, por obvia, no es menos reveladora: el
conocimiento. Un instrumento de evolución, por otro lado, mucho más vertiginoso
que el ritmo de cambio y adaptación que conlleva el proceso biológico. Y si no,
comparemos cómo ha cambiado la vida de nuestras madres en tan solo cuatro
décadas (de la televisión en blanco y negro a comunicarse a tiempo real
mediante whatsapps, por poner un ejemplo), frente al aparente inmovilismo de
cualquier animal que necesita siglos para cambiar su hábitat o morfología.
Un conocimiento como motor de
nuestra evolución que en esencia contiene dos campos de trabajo indisociables
entre sí, como dos caras de una misma moneda, la reflexión (propia de las
humanidades) y la acción (propia de las ciencias). Y es que, aunque vivamos en
un mundo altamente virtual, no hay reflexión sin acción, ni acción sin
reflexión, aunque a veces parece que corramos sin saber a dónde vamos. No
obstante, aunque el conocimiento sea reflexivo-activo, es per se tecnológico, de lo que hace que el ser humano, a diferencia
del resto de especies del planeta, sea un ser tecnológico.
Entendamos aquí tecnología como lo
que etimológicamente es: el conjunto de conocimientos técnicos que nos permiten
crear cosas, ya sea una poesía, ya sea unos espaguetis a la carbonara, ya sea
una mecedora, ya sea una casa, un ordenador, una carretera, un barco, un satélite
o cualquier otra creación propia del ser humano que previamente no existía en
la naturaleza. De hecho, si miro a mi alrededor mientras realizo este artículo,
me veo rodeado de un mundo creado artificialmente por la tecnología del hombre,
a excepción de mi “areca” (planta de interior). Y es que el hombre tiene un
cerebro tecnológico, preparado para investigar su entorno creando conexiones neurológicas
que ordena en patrones de conocimiento que le permite descodificar y reinventar
el mundo mediante la tecnología. Tanto es así, que sólo cabe observar el grado
de interacción de un niño de tres años -un “cachorro” humano-, con una tablet o
con un palo.
Somos seres tecnológicos que evolucionamos
con el conocimiento, por lo que es imprescindible para el desarrollo de nuestra
joven especie que el conocimiento (humanista y científico) sea compartido, ya
que queda evidenciado en esta etapa de la humanidad que la inteligencia colectiva
multiplica nuestro potencial posibilitándonos grandes saltos cualitativos que
nos conducirán a un futuro, si bien aún inimaginable, sí percibido.
Artículo relacionado: