Si hay algo que nos hace
iguales a todas las personas del planeta es que todos, sin excepción, queremos
ser felices. Pero a la vista está que algo debemos estar haciendo mal, pues nos
pasamos el primer tercio de nuestra vida aprendiendo cuál es nuestro encaje en
el mundo para, una vez adultos, darnos cuenta que no somos felices y vernos
obligados a iniciar un proceso de recorrido a la inversa de desaprender lo
aprendido que nos permita ser felices.
¡Sí, así es! Asombrad@,
llega un momento en que toda persona adulta se da cuenta que no hay otra manera
de ser feliz que ser un@ mism@, y que para ser un@ mism@ antes debe
reencontrarse con el fin de saber realmente quién es. Y no sabe quién es porque
en algún punto de su camino se perdió para dejar de ser él/ella mism@ y pasar a
ser aquel/lla otr@ que el entorno quería.
Y, ¿cuándo dejamos de
conectarnos con nosotr@s mism@s?, podemos preguntarnos. Pues cuando abandonamos
nuestras habilidades personales con las que nacemos para replicar las
habilidades estandarizadas que la sociedad impone, bajo criterios de prestigio,
competitividad o incluso integración. Y, ¿cuándo sucede esa desconexión?,
podemos volver a preguntarnos. Pues en una época muy definida de nuestra vida:
en nuestra época infantil y juvenil, en pleno proceso educativo.
Si el objetivo de todo
ser humano es ser feliz, lo que conlleva ser un@ mism@, y no se puede ser un@
mism@ sin desarrollar las habilidades o dones innatos con lo que hemos venido a
este mundo, pues en ello está la clave de la realización personal, ¿porqué
sumergimos a nuestros hijos en un sistema educativo que les lleva a olvidarse
de quiénes son? En este caso, ya no podemos hablar de enseñanza, sino de
adoctrinamiento, pues ya sabemos que en el adoctrinamiento no hay cabida para
la libertad personal.
Está muy bien que
nuestros hijos tengan la base de una cultura general, así como la capacitación
necesaria para la búsqueda y el uso de recursos que les permita acceder –gracias
a la era de las nuevas tecnologías y la gestión del conocimiento- a un saber concreto
en un momento determinado de su vida, así como la habilidad para
interrelacionar saberes distintos bajo una visión global y unificadora
(asignatura aún pendiente en las escuelas), pero ya no es menos importante sino
capital para nuestros hijos que les ayudemos a desarrollar y potenciar sus
dones innatos. Porque solo así ayudaremos a construir sociedades sanas (por la
suma de autoestimas personales) y enriquecidas (por la aportación colectiva de
los altos valores añadidos individuales).Y, ¡por Dios!, porque todos queremos
que nuestros hijos sean felices.
Pero para ayudar a que
nuestros hijos tengan una vida lo más feliz posible, no solo debemos ayudarles
a desarrollar sus habilidades innatas (pues en ellas radica su identidad), sino
que también debemos de ofrecerles una enseñanza holística donde mente y corazón
se integran y alinean. Pues el ser humano no es solo un ser mental, como pone
excesivo énfasis la educación contemporánea, sino que también es un ser
altamente emocional. Y no educar a nuestros hijos en la inteligencia emocional
es como criar a hormigas sin antenas. Pues nuestra mente, a través del lenguaje
de los pensamientos, nos aporta la energía masculina que nos ayuda a dar forma
en el mundo de la materia –y, por tanto, a construir nuestra realidad-, pero
nuestro corazón, a través del lenguaje de los sentimientos, representa nuestra
energía femenina de la que fluye el aliento que da vida a esas formas. Por
ello, cuando una persona no está sana emocionalmente, generalmente por una incapacidad
de gestionar sus propias emociones, se bloquea mentalmente y transita perdida por
la vida como una hormiga sin antenas.
De igual manera que en
física no se entiende el espacio sin el tiempo y a la inversa, unificando dicho
concepto en uno solo: espacio-tiempo, es hora que en el mundo de la pedagogía
unifiquemos la mente y el corazón en un solo concepto: mente-corazón, si
queremos ofrecer una educación completa y no parcial. He aquí el salto
cualitativo de la educación del siglo XXI. O, ¿a caso nuestros hijos no son
seres maravillosos manifiestamente emocionales?
Así pues, si queremos
ayudar a que nuestros hijos sean felices, que es lo mismo que ayudarlos a que
aprendan los recursos necesarios para afrontar los retos siempre cambiantes de
la vida desde una autoestima sana y positiva, más allá de que gasten su valioso
tiempo en saber de memoria (transitoria) el nombre de todos los ríos del
continente, debemos plantearnos la educación del siglo XXI en un mundo global desde
cinco ejes claves de actuación:
1.-Potenciar el
desarrollo de las habilidades innatas de nuestros hijos,
2.-Desde la Inteligencia
Emocional,
3.-Promoviendo la cultura
general y humanista,
4.-Enseñando el uso de
los recursos en Gestión del Conocimiento,
5.-Y, ayudando a
desarrollar la capacidad de interrelación entre conocimientos independientes
bajo una visión global.
Unas líneas de actuación
que, como se deduce, necesitan de un marco pedagógico de actuación abierto y
flexible, en contra del actual sistema rígido, donde la interactuación activa y
la motivación libre del niño con los conocimientos juega un papel relevante, y
en el que el profesor no educa, sino que enseña y guía en el crecimiento
personal de nuestros hijos hacia el camino de unos futuros adultos sanos y
felices.
Si queremos que nuestros
hijos sean felices, ayudémosles a crecer siendo quienes son (no quienes
nosotros queramos que sean), enseñándoles que la felicidad es un estado de
conciencia personal donde mente y corazón deben ir a la par, y que en dicha
alineación radica la capacidad para sentirse libre y poder volar.